Hoy me desperté cantando “Non voglio mica la luna”,
de Fiordaliso. Después de desayunar, el mimo le hizo una pregunta a mi primo
Luján, de Luján, en lenguaje de señas.
—No, hoy no voy a poder acompañarte. Me quedo a
cuidar a Samuel, que no puede estar solo —le respondió Luján, por lo que
presumo que le habrá preguntado si iba a acompañarlo a Plaza Francia.
Una hora antes del mediodía, el mimo nos saludó
desde la puerta y se fue. Yo estaba harto de estar encerrado con Samuel, que no
hacía más que quejarse como un nene caprichoso y, acercándose al afiche,
intentaba correr la persiana y espiar el rostro de Daniel Amoroso. Su
rehabilitación iba a ser lenta y yo necesitaba descansar, estar con Vicky y
también refugiarme en los afectos de siempre. Había decidido pasar a buscar a
Vicky e ir con ella a almorzar a la casa de mi madre. Para evitar que mi vieja
le regalara un perro —que es lo que hacía con cada persona que significaba algo
para mí—, no le avisé que iríamos y preferí caer de sorpresa. A Vicky tampoco
le dije adónde la estaba llevando. Le prometí que sería una sorpresa (no
necesariamente grata). Estaba seguro de que nada bueno resultaría de que mi
madre y mi amada se conocieran, pero si pretendo que sea la mujer que me
acompañe por el resto de mi vida, en algún momento tendrán que conocerse y cuanto
antes suceda, mejor.