Día 139 - El gran golpe

Hoy me desperté cantando “Siempre fuimos compañeros”, de Donald. Anoche el mimo, Luján y yo nos vestimos con túnicas y capuchas blancas y, como si fuéramos tres Pelotudos, ingresamos al Lugar Especial. Era temprano cuando llegamos, por lo que casi no había gente: sólo tres o cuatro personas que ultimaban detalles antes de recibir a la multitud de todos los sábados. Me acerqué al mimo y le pedí que se valiera de sus habilidades para distraer a los presentes. En seguida tomó tres botellas y tres vasos y comenzó a hacer malabares de modo que el contenido de las botellas fuera llenando los vasos. Luján y yo aprovechamos y, caminando en puntas de pie, fuimos hasta el depósito de las bebidas.

Mi primo había preparado una sustancia a base de cítricos que contrarrestaría los efectos de la burundanga, por lo que, trabajando a gran velocidad, disolvimos el antídoto en todas y cada una de las bebidas para que cada persona que atravesara el pasillo e ingresara al cuartito para someterse al habitual lavado de cabeza, se diera cuenta de lo que en realidad sucedía ahí dentro. Una hora más tarde nos disponíamos a salir y a mezclarnos entre la gente, pero un encapuchado, que sería uno de los encargados del lugar, se anticipó a nosotros y abrió la puerta desde el otro lado.

—¿Qué hacen? —nos preguntó.

No supimos qué decir. Iba a sacarme la capucha y a confesar todo, pero el encapuchado siguió hablando.

—¿Por qué no se apuran? Vayan pasándome las botellas.

Por fortuna, las túnicas y el habernos encontrado en el depósito habían hecho que nos confundiera con sus empleados. Por desgracia, tuvimos que trabajar como dos condenados durante varias horas. En un momento, el encapuchado volvió a ingresar al depósito, pasó corriendo frente a nosotros y nos dijo:

—¡Se pudrió todo! ¡Vámonos a la mierda!

Abrió la puerta trasera, saltó el tapial y escapó por la calle. Había amanecido. Luján y yo salimos desde el depósito hacia la pista de baile. Allí, una multitud de encapuchados que se habían quitado sus capuchas reclamaba, enardecida, la presencia de algún responsable. A los pocos minutos, enfurecidos por la falta de respuestas, comenzaron a destrozar todo lo que tenían a mano… Todo menos los afiches de Daniel Amoroso. Estos eran disputados como si de trofeos de guerra se tratara. A pesar de la turba, no nos fue difícil encontrar al mimo, porque era el único ser humano que no estaba gritando. Caminamos rumbo a la salida abriéndonos paso entre la muchedumbre y regresamos al monoambiente en la furgonetita.

Hoy es domingo. Supongo que esa es la razón por la que no hubo repercusiones de esta conspiración en las radios, la televisión y los diarios. Estoy seguro de que, a partir de mañana, toda la ciudad hablará del Lugar Especial, los Grupos de Ayuda para Gente con Problemas Pelotudos y Daniel Amoroso.