domingo, 22 de diciembre de 2013

Día 356 - Las Fiestas Anuales de la Familia Gris: La Inauguración

Hoy me desperté en el hangar que compró mi viejo cantando “Hoy es el principio del final”, de Amaral. Este lugar tiene muy buena acústica y, al oírme, las cinco mujeres extranjeras de mi viejo se acercaron junto a sus once hijos y acompañaron la canción haciendo palmas. Mi vieja, mi viejo, el mimo, Samuel y mi primo Luján, de Luján, no las acompañaron porque estaban acostumbrados a que despertara cantando y ya sufrían el asunto como lo que en realidad era, una maldición. De todos modos, fue reconfortante recibir un aplauso cerrado del que participaron manos provenientes de cinco continentes distintos.
El hangar había sido engalanado para la inauguración de la Fiesta Anual de la Familia Gris. Había sido dividido en seis lotes de igual tamaño. Cada uno de esos lotes debía su nombre al país de origen de la mujer encargada de decorarlo. Así, al mejor estilo de la Feria de las Naciones, teníamos el Pabellón Argentino, el Pabellón Alemán, el Pabellón Botswanés, el Pabellón Canadiense, el Pabellón Japonés y el Pabellón Neozelandés.

Tanto mi viejo como mi vieja estaban visiblemente nerviosos, y no era para menos. Las Fiestas de los Gris no se hacían desde aquel año, a mediados de los noventa, en el que mi viejo decidió abandonarnos. El origen de esta celebración se debe a que mi viejo, Nicandro Eusebio Gris, nació el día de Navidad del año cincuenta y tres. Mi vieja, María Antonieta Pérez Estrafagarta, nació el treinta y uno de diciembre del año cincuenta y cinco. La coincidencia de sus cumpleaños con las fiestas de fin de año y la facilidad que tenían sus amigos hipones de aquerenciarse en hogares ajenos hizo que, una vez que comenzaron a vivir bajo un mismo techo, la celebración de la Nochebuena se extendiera, sin interrupciones, hasta el uno de enero, abarcando los festejos del cumpleaños de mi padre, el cumpleaños de mi madre y el año nuevo.
Esa fiesta interminable significaba un gasto muy grande de dinero y, en el inicio de su relación, a mis viejos no les sobraba el dinero, por lo que, cuando se decidieron a traer gente al mundo, consultaron a un chamán amigo para que los ayudara a que sus hijos nacieran en los últimos días del año.
Así fue como un treinta de diciembre de mil novecientos setenta y siete nació mi hermano mayor, que fue bautizado con el nombre Hugo Adán Gris. Luego, el veintitrés de diciembre de mil novecientos setenta y nueve, Teresa Olga Gris, la mayor de mis hermanas, llegó a la tierra para agrandar la familia. Fueron sucedidos por Luis Antonio Gris, nacido el veintiocho de diciembre de mil novecientos ochenta; María Claudia Gris, nacida el veintisiete de diciembre de mil novecientos ochenta y dos; Natalio Gris, primer nacimiento argentino del primer día de enero del año ochenta y cuatro; Sonia Isabel Gris, nacida el veinticuatro de diciembre del año siguiente; Carlos Salvador Gris, nacido el veintiséis de diciembre del año ochenta y seis; Susana Elena Gris, nacida el veintinueve de diciembre del año ochenta y ocho, y nuestro gurrumín, Mario Claudio Gris, quien se sumó a la familia el veintidós de diciembre del año noventa y dos.
Hoy, unos minutos antes del mediodía, mis hermanos llegaron al hangar acompañados, los mayores a mí, por sus respectivas parejas e hijos, y por sus novias y novios los cuatro que me suceden. Vinieron equipados como para quedarse hasta mi cumpleaños, con bolsas de dormir, colchones inflables, carpas, reposeras, una pileta pelopincho, cuatro heladeras, dos hornos eléctricos, una parrilla, dos frízeres, muchos juegos de mesa, pelotas de fútbol, de básquet, de rugby, de vóley, raquetas de tenis, palos de golf y muchas pero muchas cosas más.
Luego de que se distribuyeran por los distintos pabellones, el mimo hizo un llamado silencioso para que todos se aproximaran al centro del hangar, donde habían atado la cinta que mi viejo cortaría para dar por inaugurados los festejos. Después del corte y de un aplauso sentido, cumplimos el ritual de abrazarnos todos con todos. Abracé a mi viejo, a mi vieja, a mis ocho hermanos, a sus ocho parejas, a mis ocho sobrinos, a mis cinco madrastras, a mis cinco hermanos y medio (u once medios hermanos), al mimo, a Samuel y a mi primo Luján, de Luján, para un total de cuarenta y cinco abrazos luego de los cuales le cantamos el feliz cumpleaños al Marito Claudio, el menor de mis hermanos, que cumplía veintiuno y alcanzaba la mayoría de edad.
Mi viejo se acercó y le entregó un regalo.
―Lo pagué yo ―le dijo―, pero es de parte de toda la familia.
Era una lapicera plateada con las iniciales del Marito talladas en oro. Los demás coronaron la apertura del obsequio con un aplauso mientras yo me temía que mi viejo hubiera usado mi dinero (el que le había dado para que lo guardara en un lugar seguro) para comprarlo.

Acto seguido, comenzaron a circular las cervezas y los sanguchitos de miga. Además, uno podía recorrer el hangar y degustar, en cada pabellón, los platos y las bebidas típicos de la nación a la que cada uno de estos debía su nombre.

5 comentarios:

  1. Evidentemente, este un día matemático de tu vida Casi cabalistico, yo diría, que no entiendo un carajo de cábala, salvo que viene en lata, al natural o en aceite.
    Y también se me ocurre que tus viejos te pusieron solamente un nombre a diferencia de tus hermanos porque sos el único que nació en enero, único y distinto a todos los demás, y también el nombre único.

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    1. Muchas gracias, Fernando, por el optimismo de tu interpretación. Yo siempre vi como algo negativo el ser el único que no nació en diciembre. Para mí es una prueba más de que me hicieron sin demasiadas ganas.
      Saludos!

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  2. Natalio, cómo sí fuera tu madre, para mi dos el mejor de los Gris.

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  3. Los grises no me gustan, o blanco o negro.

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    1. Muchas gracias, Anó, pero el puesto de madre ya está cubierto y no estoy dispuesto a cambiarme el nombre a Natalio Blanco o Natalio Negro.
      Saludos y gracias nuevamente por la proposición!

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