Hoy me desperté en el hangar que compró mi viejo cantando “Hoy es el principio del final”, de
Amaral. Este lugar tiene muy buena acústica y, al oírme, las cinco mujeres
extranjeras de mi viejo se acercaron junto a sus once hijos y acompañaron la
canción haciendo palmas. Mi vieja, mi viejo, el mimo, Samuel y mi primo Luján,
de Luján, no las acompañaron porque estaban acostumbrados a que despertara
cantando y ya sufrían el asunto como lo que en realidad era, una maldición. De todos
modos, fue reconfortante recibir un aplauso cerrado del que participaron manos
provenientes de cinco continentes distintos.
El hangar había
sido engalanado para la inauguración de la Fiesta Anual de la Familia Gris. Había
sido dividido en seis lotes de igual tamaño. Cada uno de esos lotes debía su
nombre al país de origen de la mujer encargada de decorarlo. Así, al mejor estilo
de la Feria de las Naciones, teníamos el Pabellón Argentino, el Pabellón
Alemán, el Pabellón Botswanés, el Pabellón Canadiense, el Pabellón Japonés y el
Pabellón Neozelandés.
Tanto mi viejo
como mi vieja estaban visiblemente nerviosos, y no era para menos. Las Fiestas
de los Gris no se hacían desde aquel año, a mediados de los noventa, en el que
mi viejo decidió abandonarnos. El origen de esta celebración se debe a que mi
viejo, Nicandro Eusebio Gris, nació el día de Navidad del año cincuenta y tres.
Mi vieja, María Antonieta Pérez Estrafagarta, nació el treinta y uno de
diciembre del año cincuenta y cinco. La coincidencia de sus cumpleaños con las
fiestas de fin de año y la facilidad que tenían sus amigos hipones de aquerenciarse
en hogares ajenos hizo que, una vez que comenzaron a vivir bajo un mismo techo,
la celebración de la Nochebuena se extendiera, sin interrupciones, hasta el uno
de enero, abarcando los festejos del cumpleaños de mi padre, el cumpleaños de
mi madre y el año nuevo.
Esa fiesta
interminable significaba un gasto muy grande de dinero y, en el inicio de su
relación, a mis viejos no les sobraba el dinero, por lo que, cuando se
decidieron a traer gente al mundo, consultaron a un chamán amigo para que los
ayudara a que sus hijos nacieran en los últimos días del año.
Así fue como un
treinta de diciembre de mil novecientos setenta y siete nació mi hermano mayor,
que fue bautizado con el nombre Hugo Adán Gris. Luego, el veintitrés de
diciembre de mil novecientos setenta y nueve, Teresa Olga Gris, la mayor de mis
hermanas, llegó a la tierra para agrandar la familia. Fueron sucedidos por Luis
Antonio Gris, nacido el veintiocho de diciembre de mil novecientos ochenta; María
Claudia Gris, nacida el veintisiete de diciembre de mil novecientos ochenta y
dos; Natalio Gris, primer nacimiento argentino del primer día de enero del año
ochenta y cuatro; Sonia Isabel Gris, nacida el veinticuatro de diciembre del
año siguiente; Carlos Salvador Gris, nacido el veintiséis de diciembre del año
ochenta y seis; Susana Elena Gris, nacida el veintinueve de diciembre del año
ochenta y ocho, y nuestro gurrumín, Mario Claudio Gris, quien se sumó a la
familia el veintidós de diciembre del año noventa y dos.
Hoy, unos minutos antes del
mediodía, mis hermanos llegaron al hangar acompañados, los mayores a mí, por
sus respectivas parejas e hijos, y por sus novias y novios los cuatro que me
suceden. Vinieron equipados como para quedarse hasta mi cumpleaños, con bolsas
de dormir, colchones inflables, carpas, reposeras, una pileta pelopincho,
cuatro heladeras, dos hornos eléctricos, una parrilla, dos frízeres, muchos
juegos de mesa, pelotas de fútbol, de básquet, de rugby, de vóley, raquetas de
tenis, palos de golf y muchas pero muchas cosas más.
Luego de que se
distribuyeran por los distintos pabellones, el mimo hizo un llamado silencioso
para que todos se aproximaran al centro del hangar, donde habían atado la cinta
que mi viejo cortaría para dar por inaugurados los festejos. Después del corte
y de un aplauso sentido, cumplimos el ritual de abrazarnos todos con todos.
Abracé a mi viejo, a mi vieja, a mis ocho hermanos, a sus ocho parejas, a mis
ocho sobrinos, a mis cinco madrastras, a mis cinco hermanos y medio (u once
medios hermanos), al mimo, a Samuel y a mi primo Luján, de Luján, para un total
de cuarenta y cinco abrazos luego de los cuales le cantamos el feliz cumpleaños
al Marito Claudio, el menor de mis hermanos, que cumplía veintiuno y alcanzaba
la mayoría de edad.
Mi viejo se acercó y le
entregó un regalo.
―Lo pagué yo ―le dijo―, pero
es de parte de toda la familia.
Era una lapicera plateada
con las iniciales del Marito talladas en oro. Los demás coronaron la apertura
del obsequio con un aplauso mientras yo me temía que mi viejo hubiera usado mi
dinero (el que le había dado para que lo guardara en un lugar seguro) para
comprarlo.
Acto seguido, comenzaron a
circular las cervezas y los sanguchitos de miga. Además, uno podía recorrer el
hangar y degustar, en cada pabellón, los platos y las bebidas típicos de la
nación a la que cada uno de estos debía su nombre.
Evidentemente, este un día matemático de tu vida Casi cabalistico, yo diría, que no entiendo un carajo de cábala, salvo que viene en lata, al natural o en aceite.
ResponderEliminarY también se me ocurre que tus viejos te pusieron solamente un nombre a diferencia de tus hermanos porque sos el único que nació en enero, único y distinto a todos los demás, y también el nombre único.
Muchas gracias, Fernando, por el optimismo de tu interpretación. Yo siempre vi como algo negativo el ser el único que no nació en diciembre. Para mí es una prueba más de que me hicieron sin demasiadas ganas.
EliminarSaludos!
Natalio, cómo sí fuera tu madre, para mi dos el mejor de los Gris.
ResponderEliminarLos grises no me gustan, o blanco o negro.
ResponderEliminarMuchas gracias, Anó, pero el puesto de madre ya está cubierto y no estoy dispuesto a cambiarme el nombre a Natalio Blanco o Natalio Negro.
EliminarSaludos y gracias nuevamente por la proposición!