lunes, 9 de diciembre de 2013

Día 343 - En cana desde hace más de una semana

Hoy me desperté cantando “El fantasma”, de Árbol. Samuel, quien al parecer había salido en algún momento de la madrugada, ingresó al monoambiente y cerró la puerta dando un golpe seco. En la expresión de su rostro pude ver que no había sido la ira lo que había motivado su accionar, sino la desesperación. Sus ojeras, pronunciadas por demás, evidenciaban falta de sueño y el rojo en sus ojos era una muestra inequívoca de cansancio. Sus labios, secos y lívidos, temblaban en sintonía con sus manos, temblorosas en igual medida.
―¡Samuel! ¿Qué te pasa? ―le pregunté.
―Encontré a Luján ―me dijo antes de romper en llanto.
Supuse que el compartir la noticia con alguien cercano luego de tantos días de tensión habría desatado sus lágrimas. Me acerqué y posé una mano sobre su hombro para consolarlo.
―¿Viste, tontuelo? Te dije que todo estaba bien ―le dije.
―¿Qué bien ni que ocho cuartos? ―gritó y apartó mi mano― ¡Está guardado! ¡Luján está en cana desde hace más de una semana!

―Pero, ¿por qué? ¿De qué lo acusan?
―De secuestrar y tener cautivos a tres africanos, vendedores de joyas en el barrio de Once.
―¿Eso hizo? ―le pregunté asombrado.
―Eso dicen. Aunque no es sólo eso. Cuando los liberaron Luján estaba vestido como un miembro de las tres K.
―¿Las tres K? ―le pregunté.
―¡Sí, el Ku Klux Klan, boludo! ―me dijo.
―¡Ah! Entonces para eso había comprado las sábanas blancas.
―¡Claro! ¿Qué creías vos? Encima encontraron marcas de tortura en sus tres víctimas. Hay evidencias que indicarían que, mientras duró el cautiverio, Luján se dedicó a teñirles la piel de blanco y a cubrirles el cabello con talco y azúcar impalpable.
―Pero, ¿lo viste?, ¿estuviste con él? ―le pregunté.
―No, no me dejaron. Recién el jueves lo dejarán recibir visitas. Hablé con su abogado, el defensor de menesterosos e inocentes.
―Y ¿qué te dijo?
―Cinco mil.
―¿Cinco mil qué? No te entiendo.
―Cinco mil billetes de uno. ¡La fianza que hay que abonar si queremos que salga! Sé que tenés montones de dólares debajo del colchón. ¡Tenés que ayudarme a ayudarlo! Yo te juro que te devuelvo la mitad.
Tuve que darle la mala noticia de que ya no tenía el dinero conmigo, que se lo había dado a mi viejo para que él lo guardara. De todos modos, le pedí que se tranquilizara, que llamaría a mi padre para que me devolviera la suma necesaria para liberar a mi primo. Eso hice. Al parecer, mi viejo le había dejado su teléfono al mimo, porque cada vez que lo llamaba, dejaba de sonar pero, del otro lado, nadie me respondía. Por insistencia de Samuel, fuimos hasta su casa en la furgonetita. Fue inútil: allí no había nadie. Una vez más, tuve que tranquilizarlo y prometerle que regresaríamos mañana, que para estar seguros de que lo encontraríamos estaríamos ahí unos minutos antes de que mi viejo hiciera el cambio de guardia entre su mujer de los lunes y su mujer de los martes.

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