Hoy me desperté cantando
“Mujeres”, de Ricardo Arjona. A menos de un mes de mi partida rumbo a tierras
rusas, sentí como un apremio la necesidad de saber cuánto dinero me quedaba de
aquellos setenta mil dólares que había ganado apostando en la pelea entre Vicky
y la falsa Lucrecia. Tres veces los conté y las tres veces la cuenta arrojó el
mismo resultado. Tenía nada más que la mitad exacta: treinta y cinco mil
dólares. Había gastado demasiado para el poco tiempo que había transcurrido
desde la adquisición de aquella, mi pequeña fortuna personal, y tendría que
encontrar la manera de reducir los gastos al mínimo indispensable para llegar a
Rusia con un respaldo económico.
Aprovechando que
el domingo era el día libre de mujeres para mi padre, lo invité a almorzar con
la intención de aceptar su propuesta de guardar mi dinero en un lugar seguro.
Soy consciente
de que nos abandonó, pero es un tipo considerado mi viejo, porque, a pesar de
que en un principio había declinado la invitación por tener compromisos
contraídos con anterioridad, ni bien le comenté el asunto del dinero me dijo
que suspendería sus compromisos y que liberaría su agenda para almorzar
conmigo.
―Las necesidades
de un hijo están antes que cualquier otra cosa ―me dijo.
Diez minutos más
tarde sonó el portero eléctrico. Era él. Bajé a abrirle con la intención de
llevarlo a almorzar al restorán-gimnasio de los ruso-ucranianos, pero el muy
buen tipo se había hecho tiempo para pasar por una rotisería en el camino y
había comprado una docena de empanadas fritas, seis de carne y seis de jamón y
queso. Subimos e invitamos a Samuel a sumarse al almuerzo, pero, aunque se
sentó a la mesa, no probó bocado y, unos minutos más tarde, se puso de pie y
salió del departamento con la idea de tomar un poco de aire.
Así quedamos
solos, cara a cara, mi viejo y yo.
―¿Cuánto es lo
que tenés? ―me preguntó.
―Treinta y cinco
―le dije.
―¿Lucas? ―me
preguntó.
―¡No, papá! ¡Natalio!
¡Soy Natalio! ¡Soy el único de tus quinticientos hijos al que le pusiste un
solo nombre! ¿y encima te lo olvidás?
―No, Natalio, lo
que quise preguntarte es si son treinta y cinco mil.
―Ah, sí ―le
dije.
―¿Verdes? ―me
preguntó.
―¡No, papá! ¡Ni
Lucas ni Verdes! ¡Soy Natalio Gris! ¿O me estás insinuando que no soy hijo
tuyo?
―No, Natalio, lo
que te estoy preguntando es si son treinta y cinco lucas verdes. Si los billetes
que tenés ahí, abajo del colchón, suman treinta y cinco mil dólares.
―Ah, sí, son treinta y cinco
mil dólares. ¿Cuánto me podés guardar? ―le pregunté.
―Todo ―me dijo.
―¿Todo? ―le pregunté.
―Sí, todo ―me dijo.
―Y ¿con qué mierda vivo
mientras tanto?
―Te puedo dar doscientos…
trescientos… quinientos pesos ―me dijo mientras contaba un puñado de billetes
que pronto me alcanzó.
Teníamos un trato. Mi viejo
me dio quinientos pesos y además me guardaría, hasta el dos de enero del dos
mil catorce, los treinta y cinco mil dólares que conformaban mi pequeña fortuna
personal. Yo sé que soy un adulto, pero de vez en cuando es lindo, y hasta
saludable, sentir el abrigo de un padre sobreprotector.
¿Cómo que sos un adulto? Yo pensé que eras entrenador de boxeo.... y bue, se ve que entendí mal.
ResponderEliminarAparentemente, Fernando. Salvo que haya sido una excusa de mi pediatra para dejar de atenderme... Tres años pasaron ya desde aquel día tan triste.
EliminarSaludos!
Sos un adulto? Pecas de ingenuo hijo mío!
ResponderEliminarViejo, sos vos? Cada vez entiendo menos.
EliminarSaludos!