Hoy me desperté cantando
“El fantasma”, de Árbol. Samuel, quien al parecer había salido en algún momento
de la madrugada, ingresó al monoambiente y cerró la puerta dando un golpe seco.
En la expresión de su rostro pude ver que no había sido la ira lo que había
motivado su accionar, sino la desesperación. Sus ojeras, pronunciadas por
demás, evidenciaban falta de sueño y el rojo en sus ojos era una muestra inequívoca
de cansancio. Sus labios, secos y lívidos, temblaban en sintonía con sus manos,
temblorosas en igual medida.
―¡Samuel! ¿Qué
te pasa? ―le pregunté.
―Encontré a
Luján ―me dijo antes de romper en llanto.
Supuse que el
compartir la noticia con alguien cercano luego de tantos días de tensión habría
desatado sus lágrimas. Me acerqué y posé una mano sobre su hombro para
consolarlo.
―¿Viste,
tontuelo? Te dije que todo estaba bien ―le dije.
―¿Qué bien ni
que ocho cuartos? ―gritó y apartó mi mano― ¡Está guardado! ¡Luján está en cana
desde hace más de una semana!
―Pero, ¿por qué?
¿De qué lo acusan?
―De secuestrar y
tener cautivos a tres africanos, vendedores de joyas en el barrio de Once.
―¿Eso hizo? ―le
pregunté asombrado.
―Eso dicen. Aunque
no es sólo eso. Cuando los liberaron Luján estaba vestido como un miembro de las
tres K.
―¿Las tres K? ―le
pregunté.
―¡Sí, el Ku Klux
Klan, boludo! ―me dijo.
―¡Ah! Entonces
para eso había comprado las sábanas blancas.
―¡Claro! ¿Qué
creías vos? Encima encontraron marcas de tortura en sus tres víctimas. Hay
evidencias que indicarían que, mientras duró el cautiverio, Luján se dedicó a teñirles
la piel de blanco y a cubrirles el cabello con talco y azúcar impalpable.
―Pero, ¿lo
viste?, ¿estuviste con él? ―le pregunté.
―No, no me
dejaron. Recién el jueves lo dejarán recibir visitas. Hablé con su abogado, el
defensor de menesterosos e inocentes.
―Y ¿qué te dijo?
―Cinco mil.
―¿Cinco mil qué?
No te entiendo.
―Cinco mil
billetes de uno. ¡La fianza que hay que abonar si queremos que salga! Sé que
tenés montones de dólares debajo del colchón. ¡Tenés que ayudarme a ayudarlo!
Yo te juro que te devuelvo la mitad.
Tuve que darle la mala noticia de que ya no
tenía el dinero conmigo, que se lo había dado a mi viejo para que él lo
guardara. De todos modos, le pedí que se tranquilizara, que llamaría a mi padre
para que me devolviera la suma necesaria para liberar a mi primo. Eso hice. Al parecer,
mi viejo le había dejado su teléfono al mimo, porque cada vez que lo llamaba,
dejaba de sonar pero, del otro lado, nadie me respondía. Por insistencia de
Samuel, fuimos hasta su casa en la furgonetita. Fue inútil: allí no había
nadie. Una vez más, tuve que tranquilizarlo y prometerle que regresaríamos
mañana, que para estar seguros de que lo encontraríamos estaríamos ahí unos
minutos antes de que mi viejo hiciera el cambio de guardia entre su mujer de
los lunes y su mujer de los martes.
Juventud pirdida, Don Natalio, Juventud pirdida.
ResponderEliminarPerdida o podrida, Fernando, perdida o podrida?
EliminarSaludos!
Viejo turro, Don Natalio, viejo turro, perdón Fernando por plagiar el esquema...
ResponderEliminarViejo yo? Por favor!
EliminarSaludos!
Viejo turro!
ResponderEliminarBueno, si insistís, Anó, te doy la razón.
EliminarSaludos!