Hoy me desperté cantando
“Desnuda”, de Ricardo Arjona. Me reservo mi opinión, porque temo que me salga
rimada. Además, tengo cosas más importantes de las que ocuparme.
Mi primo Luján,
de Luján, estaba preso; Samuel, desesperado; mi viejo, desaparecido; el mimo,
callado; yo, hinchado las pelotas. Lo primero que tuve que hacer esta mañana,
después de que terminé de cantar, fue calmar por enésima vez a mi concubino,
repetirle que, bien tempranito, unos minutos antes de que su mujer de los
martes reemplazara a la de los lunes, iríamos a la casa de mi viejo. Entonces nos
aseguraríamos de encontrarlo y le pediría que me diera una parte del dinero que
me estaba guardando para que pagáramos la fianza de Luján.
Estábamos estacionados
a la altura de su casa, en la vereda de enfrente, cuando un remís estacionó
frente a su puerta y tocó la bocina repetidamente, reproduciendo, con la
sucesión de cornetazos, la melodía del clásico “Car-los Car-li-tos Ba-lá”. Disparado
como un rayo, el mimo salió de la casa guiando por los hombros a una mujer cuya
cabeza era cubierta por una frazada. Del auto bajó otra mujer a la que tampoco
se le veía el rostro. La primera ocupó el lugar de la segunda y la segunda fue
guiada por el mimo hacia el interior de la casa. Antes de que cerraran la
puerta desde adentro, la obstruí con mi pie e ingresé detrás de ellos. En el
zaguán los adelanté y me dirigí a la habitación de mi viejo.
Ahí estaba el
donjuán, recostado sobre uno de sus costados, destapado, en bolas y,
afortunadamente, de espaldas a la puerta. Por el ruido de mis pasos sobre el
piso se había dado cuenta de que alguien había entrado. Además, para evitar que
el mimo se entrometiera, yo había cerrado la puerta y le había puesto llave.
―Desvestite ―dijo
él.
No llegaba a
descifrar el motivo de su pedido, pero era mi padre, estábamos en su casa,
estábamos en su habitación… debía obedecerle.
Mientras dudaba
entre sacarme el calzoncillo o dejármelo puesto mi padre volvió a pronunciarse.
―La timidez se
queda al otro lado de la puerta. Sacate todo.
Actué como debe
actuar un hijo obediente.
―Acostate
conmigo ―dijo.
Le hice caso.
―Abrazame ―me
pidió. Hablaba en un tono extraño, entre susurrado y ronco.
Sentí, por
primera vez desde su regreso, que mi padre me amaba y lo abracé con fuerza. El hecho
de que los dos estuviéramos desnudos me impresionaba un poco, pero me aseguré
de arquear mi cuerpo de modo que mi pelvis quedara a una distancia prudencial
de sus nalgas.
―Ahora ―me dijo―
pedime lo que quieras, pero ya sabés, tenés que decirme “papito”.
―Papito ―le dije
yo al borde de la emoción, con los ojos humedecidos por las lágrimas―, quiero
que me devuelvas cinco mil pesos de los treinta y cinco mil dólares que te di
para que me guardaras.
Por alguna razón
mi viejo se levantó de un salto.
―¡Natalio!, ¿qué
hacés en bolas en mi cama? ―me dijo, levantó un acolchado del piso, se cubrió y
comenzó a vestirse.
―Nada. Hice lo que
vos me ibas diciendo ―le respondí, ya levantado, vistiéndome al otro lado de la
cama.
―¿Vos te
volviste loco? ¿Para qué querés los cinco mil pesos?
―Tengo que pagar
la fianza de mi primo Luján, que está en cana acusado de racismo y privación de
la libertad agravada por el uso inapropiado del talco para pies.
―Imposible ―dijo
mi viejo, ya abotonándose la camisa―. Puse la plata en un plazo fijo. No la
puedo sacar.
―¡Pero yo esa
plata la necesito para mi viaje a Rusia! ¿Cuándo vas a poder sacarla?
―¿Cuándo te vas?
―me preguntó.
―El dos de enero
―le dije.
―¡Justo! El dos
de enero se vence el plazo fijo.
Bueno, es un alivio saber que el día que te vas va a estar la plata.
ResponderEliminarSí, Fernando. Un día más tarde y estaba perdido.
EliminarSaludos!
Tu padre es una porquería! Y además está crazy.
ResponderEliminar¿Está quién? ¿Crazy? ¿Quién es Crazy? ¿Su séptima mujer?
EliminarDecí lo que sabés, Anó. No seas canuto.
Saludos!