viernes, 29 de noviembre de 2013

Día 333 - Un cachorro de dóberman

Hoy me desperté cantando “Caerán los bancos”, de Niños Mutantes. Justo cuando me levanté, mi primo Luján, de Luján, salía del baño. Tenía el cuero cabelludo colorado por la afeitada que acababa de pegarse; estaba en cueros y miraba con una expresión que me recordó a la de Edward Nortón en American History X. Quizá me estaba dejando condicionar por las advertencias de Samuel, pero lo cierto era que su comportamiento comenzaba a preocuparme.
Sonó el timbre. Era mi viejo. Bajé a abrirle. No estaba solo. Había venido con su mujer de los viernes, la botswanesa Botswana Amarula, y las cuatro niñas que habían traído al mundo: Laa Laa, Dipsy Nabila, Abba Po y Tinky Winky. Para subir hasta el departamento sin exceder la capacidad del ascensor tuvimos que dividirnos en dos grupos. Primero subieron mi viejo y Botswana Amarula, y después subí yo con las cuatro criaturas.

Entramos y Luján dio un salto que lo eyectó de la silla en la que estaba sentado. Tenía los ojos en encendidos y abiertos en igual medida. Parecía que iban a desbordar sus cuencas. Mi viejo se acercó para darle un apretón de manos pero él tosió forzadamente y trató de explicarle mediante gestos, mientras tosía, que estaba enfermo y no quería entrar en contacto para no contagiarlo. Entonces lo saludó con su flamante torpeza, extendiendo el brazo derecho hacia adelante y dando un grito seco e ininteligible, similar al ladrido de un cachorro de dóberman. Después cubrió su torso con una remera, se puso unos auriculares, caminó hasta el fondo del monoambiente y se sentó sobre mi cama.
―¿Qué te trae por acá? ―le pregunté a mi viejo.
―Vinimos a la plaza para que las nenas den unas vueltas en la calesita y, ya que estábamos por acá, pensé en pasar a saludarte.
En ese momento, Botswana se acercó a él y le dijo algo hablando en una lengua para mí incomprensible.
―¿Dónde está el baño para que Botsi pueda llevar a las nenas? ―me preguntó mi viejo.
Le señalé la puerta con el dedo. Botswana se metió ahí con las cuatro nenas y Luján salió disparado para la cocina. Yo tenía los dólares debajo del colchón y aproveché que mi cama había quedado libre para asegurarme de que ningún billete se hubiera caído como consecuencia de los zangoloteos de Luján.
―¿Qué tenés ahí? ―me preguntó, sorprendido, mi viejo.
―Unos ahorritos ―le dije yo.
―¡Pero, Natalio! ¡Estamos en el siglo veintiuno! ¿Cómo vas a tener tus ahorros abajo del colchón?
―No confío en los bancos ―le dije.
―¿Confiás en mí? ―me preguntó.
No supe qué responder.
―Bueno, pensalo tranquilo. Si confiás en mí, avísame, que yo puedo guardarte el dinero en un lugar seguro.

Botswana y las nenas salieron del baño y se despidieron de mí con un beso. Mi viejo hizo lo propio. Luján esperó a que se hubieran ido para salir del claustro en el que había convertido la cocina y, protegido por guantes de latex y un barbijo, cargando una botella de lavandina, se internó en el baño durante más de dos horas.

4 comentarios:

  1. Don Natalio, ¿no pensó tu viejo en usar los nombres de las nenas para un programa infantil? Están re lindos.

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    1. Le pregunto, Fernando. No parece una mala idea. Podrían llamarse los Tele Tribus.
      Saludos!

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  2. Don Natalio, busca una caja de seguridad en un banco, ni se te ocurra confiarle el dinero al sátrapa de tu viejo.

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    1. Desconocía el significado de "sátrapa", Anó. Lo busqué en el diccionario y encontré lo siguiente: "gobernador de una provincia de la antigua Persia". No sé si mi papá es uno de esos. Le voy a preguntar. Si fuera así, es un título lo suficientemente importante como para confiarle mi dinero.
      Saludos!

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