miércoles, 20 de noviembre de 2013

Día 324 - Una fogata de pelos

Hoy me desperté cantando “Sentate en el pelado”, de Amar y Yo. Terminé la canción bajó la ducha. Después me afeité, me cepillé los dientes y salí del baño. Samuel me recibió con uno de sus mates amargos.
―¿Tiene azúcar? ―le pregunté sabiendo cuál sería la respuesta.
―No ―dijo él.
―Entonces paso.
―¿Qué hacemos? ―me preguntó después de un largo silencio.
―¿Qué hacemos con qué?
―Con las rastas de Luján. ¿Le cortamos el cabello al ras o lo dejamos así?
―¿Vos realmente estás convencido de que esas extensiones tienen influencia sobre su personalidad? ―le pregunté.
―Sí ―respondió él.
―Bueno, entonces, por si acaso, para que te quedes tranquilo, avancemos con el plan de raparlo. Eso sí, algo vamos a tener que inventar, porque no se va a dejar así porque sí.
―Y vos ¿qué sugerís?
―Desde mi punto de vista ―le dije―, tenemos dos opciones: la primera sería dormirlo; la segunda, maniatarlo. ¿Cuál te parece mejor?
―La tercera.

―¿Cómo que la tercera? Te di dos opciones nada más. ¿Cuál sería la tercera?
―La suma de las otras dos ―me dijo―. Vamos a dormirlo y a maniatarlo.
―Está bien, como a vos te parezca. Vos lo conocés mejor. Hacé una cosa entonces. Andá a buscar cloroformo y dos metros de soga.
―¿Vos tenés dinero? ―me preguntó.
―Sí ―le dije yo―, tengo dinero.
―Bueno ―dijo él.
―Bueno ―dije yo.
―Bueno, me voy ―dijo él.
―Andá nomás ―dije yo― ¿Por qué te demorás?
―Es que no tengo dinero ―dijo y agacho la cabeza en señal de vergüenza.
―Me hubieras dicho. ¿Necesitás que te preste?
―¿Tenés?
―Ya te dije que sí.
―Bueno ―dijo él.
―Bueno ―dije yo.
―Si querés, dame ―dijo él.
―Si necesitás, te presto ―dije yo.
Como condición, le pedí que se diera vuelta. No quería que descubriera el escondite de mi fortuna. Caminé hasta la cama sigilosamente, en parte para no despertarlo a mi primo Luján, de Luján, y en parte para que Samuel no infiriera, por el ruido de mis pasos, la ubicación del dinero. Metí la mano debajo del colchón, saqué un billete de cien dólares y se lo di.
―¿Creés que con eso va a alcanzar? ―le pregunté.
―Sí, sobra ―dijo. Por algún motivo, sus ojos se habían iluminado.
―Bueno, quedate con el vuelto si querés, pero, hasta que me pagues, me debés un favor.
No había transcurrido media hora y ya estaba de vuelta. Con un pañuelo empapado en cloroformo, dormimos a Luján, que en realidad ya estaba dormido, lo sentamos en una silla, le atamos los pies y las manos, le cortamos las rastas primero con una tijera y después le pasamos la máquina de afeitar por la cabeza.

Samuel estaba convencido de que, si queríamos terminar con el espíritu que moraba en esas extensiones, debíamos incinerarlas. Todavía no sé cómo hizo para convencerme, pero en menos de diez minutos habíamos improvisado una fogata de pelos adentro de la bañera. Para iniciar el fuego, hice algo que siempre había soñado hacer. Le pedí a Samuel que volviera a darse vuelta, saqué un segundo billete de cien dólares, caminé hasta el baño, encendí el billete con un encendedor y lo arrojé sobre la pila de cabellos de la que un gran número de insectos intentaron, inútilmente, escapar.

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