Hoy me desperté cantando
“Sentate en el pelado”, de Amar y Yo. Terminé la canción bajó la ducha. Después
me afeité, me cepillé los dientes y salí del baño. Samuel me recibió con uno de
sus mates amargos.
―¿Tiene azúcar? ―le
pregunté sabiendo cuál sería la respuesta.
―No ―dijo él.
―Entonces paso.
―¿Qué hacemos? ―me
preguntó después de un largo silencio.
―¿Qué hacemos
con qué?
―Con las rastas
de Luján. ¿Le cortamos el cabello al ras o lo dejamos así?
―¿Vos realmente
estás convencido de que esas extensiones tienen influencia sobre su
personalidad? ―le pregunté.
―Sí ―respondió
él.
―Bueno,
entonces, por si acaso, para que te quedes tranquilo, avancemos con el plan de
raparlo. Eso sí, algo vamos a tener que inventar, porque no se va a dejar así
porque sí.
―Y vos ¿qué
sugerís?
―Desde mi punto
de vista ―le dije―, tenemos dos opciones: la primera sería dormirlo; la
segunda, maniatarlo. ¿Cuál te parece mejor?
―La tercera.
―¿Cómo que la
tercera? Te di dos opciones nada más. ¿Cuál sería la tercera?
―La suma de las
otras dos ―me dijo―. Vamos a dormirlo y a maniatarlo.
―Está bien, como
a vos te parezca. Vos lo conocés mejor. Hacé una cosa entonces. Andá a buscar
cloroformo y dos metros de soga.
―¿Vos tenés
dinero? ―me preguntó.
―Sí ―le dije yo―,
tengo dinero.
―Bueno ―dijo él.
―Bueno ―dije yo.
―Bueno, me voy ―dijo
él.
―Andá nomás ―dije
yo― ¿Por qué te demorás?
―Es que no tengo
dinero ―dijo y agacho la cabeza en señal de vergüenza.
―Me hubieras
dicho. ¿Necesitás que te preste?
―¿Tenés?
―Ya te dije que
sí.
―Bueno ―dijo él.
―Bueno ―dije yo.
―Si querés, dame
―dijo él.
―Si necesitás,
te presto ―dije yo.
Como condición,
le pedí que se diera vuelta. No quería que descubriera el escondite de mi
fortuna. Caminé hasta la cama sigilosamente, en parte para no despertarlo a mi
primo Luján, de Luján, y en parte para que Samuel no infiriera, por el ruido de
mis pasos, la ubicación del dinero. Metí la mano debajo del colchón, saqué un
billete de cien dólares y se lo di.
―¿Creés que con
eso va a alcanzar? ―le pregunté.
―Sí, sobra ―dijo.
Por algún motivo, sus ojos se habían iluminado.
―Bueno, quedate
con el vuelto si querés, pero, hasta que me pagues, me debés un favor.
No había transcurrido media
hora y ya estaba de vuelta. Con un pañuelo empapado en cloroformo, dormimos a
Luján, que en realidad ya estaba dormido, lo sentamos en una silla, le atamos
los pies y las manos, le cortamos las rastas primero con una tijera y después
le pasamos la máquina de afeitar por la cabeza.
Samuel estaba convencido de
que, si queríamos terminar con el espíritu que moraba en esas extensiones,
debíamos incinerarlas. Todavía no sé cómo hizo para convencerme, pero en menos
de diez minutos habíamos improvisado una fogata de pelos adentro de la bañera.
Para iniciar el fuego, hice algo que siempre había soñado hacer. Le pedí a
Samuel que volviera a darse vuelta, saqué un segundo billete de cien dólares,
caminé hasta el baño, encendí el billete con un encendedor y lo arrojé sobre la
pila de cabellos de la que un gran número de insectos intentaron, inútilmente,
escapar.
¡Puaj!¡No quiero imaginar el olor!
ResponderEliminarFue tremendo, Fernando, pero tiramos desodorante de ambiente y abrimos las ventanas.
EliminarSaludos!
Qué lujuria Don Natalio!
ResponderEliminarLujuria, Anó?
EliminarSaludos!