Hoy me desperté cantando
“Quieren bajarme”, de Damas Gratis. Los rusos me están buscando. Me buscan
desde que anoche terminó el séptimo round de la pelea con Vicky todavía de pie.
Siguiendo el consejo que alguien me dio hace mucho, mucho tiempo, me escondí en
el último lugar en el que se les ocurriría buscarme: su propio
restorán-gimnasio. Nadie sería tan estúpido como para esconderse acá. Bueno,
les tengo una noticia a esos tomadores de vodka, yo sí soy tan estúpido.
La pelea entre
Vicky y Lucrecia fue una carnicería. Desde que mi vieja y mi tía se pelearon
por la última masa fina con dulce de leche aquella tarde de domingo del año
ochenta y nueve, no veía a dos mujeres golpearse durante tanto tiempo y con
tanta ferocidad. Los primeros tres asaltos mostraron a una Vicky dubitativa y
algo paralizada por los nervios. Era evidente que Arnoldo Jorge Negri había
hecho una mala lectura de la pelea y no había dado en la tecla con la
estrategia, porque Lucrecia entraba y salía de la guardia de Vicky golpeándola
a placer, tanto en el cuerpo como en el rostro. Por suerte, Vicky es una
boxeadora inteligente y versátil, que no se ata a un plan si éste no da el
resultado esperado. En el cuarto round hizo algunos ajustes y emparejó el desarrollo.
Ganó, sin dejar lugar a dudas, el quinto y el sexto asalto, y llegó al inicio
del crucial séptimo asalto un punto debajo de la falsa Lucrecia en las tarjetas.
Cuando sonó la
campana, un lento escalofrío recorrió mi cuerpo. La ucraniana tenía la instrucción
de noquearla en ese round e iba a salir a atacarla con todo su repertorio. En
pocos segundos vulneró la guardia de Vicky, la arrinconó contra las cuerdas y
conectó, una tras otra, varias combinaciones de golpes que habrían tumbado a
cualquiera… a cualquiera que no tuviera el amor propio que tiene mi ex pupila. Con
un brazo enlazado en la cuerda más alta y el otro tratando de proteger el
rostro, Vicky resistía de pie. Habían transcurrido dos minutos de aquella
vuelta cuando Igor se acercó a nuestra esquina y me preguntó si estaba todo
bien.
―Sí, todo bien ―respondí
sin mirarlo.
―¿Seguro? Queda
menos de un minuto y tu muchacha no se quiere caer.
―Va a caer ―le dije,
pero, para mis adentros, rogaba que resistiera.
Faltando doce
segundos para la campana, Lucrecia conectó un gancho en la mandíbula de Vicky
que la hizo tambalearse. Parecía que iba a caer de frente contra la lona, pero,
con un último atisbo de lucidez, se colgó del cuello de la ucraniana y se
mantuvo en pie hasta el final de la vuelta.
―El jefe quiere
verte en el vestuario al final de la pelea ―dijo Igor y se marchó.
A mí no me
importaba nada. El octavo y el noveno round fueron el escenario de la
recuperación de Vicky. No ganó ninguna de las dos vueltas, y es probable que
las haya perdido a ambas, pero recobró el vigor y la confianza en sus golpes. Al
comienzo de la última vuelta, Lucrecia, que quería coronar con un nocaut lo que
ya era una victoria segura en las tarjetas, la llevó por delante como una topadora.
Vicky se resguardó en nuestro rincón y no pude resistir la tentación de acercar
mi boca a su oído y decirle que, si quería ganar la pelea, debía noquear a la
falsa Lucrecia, y si quería noquear a la falsa Lucrecia, debía, como “Locomotora”
Castro, simular que estaba vencida y exhausta contra las cuerdas para agarrar
desprevenida a la ucraniana y conectarle su poderoso cross.
Quedaban veinticuatro
segundos de pelea cuando Vicky retrocedió y se dejó caer sobre las cuerdas. Lucrecia
arremetió como un tiburón que había olido sangre, enceguecida por la
posibilidad de despedazarla y con la guardia baja. Vicky, que la esperaba
agazapada, entreabrió los ojos, la miró, la midió y conectó su cross demoledor.
Las piernas de Lucrecia se despegaron de la lona, su cuerpo asumió, en el aire,
una posición completamente horizontal, cayó con fuerza sobre la lona, el
árbitro inició la cuenta: uno… dos… el público contaba a la par de él… tres…
cuatro… cinco… la ucraniana apoyó una mano hecha puño sobre la lona… seis…
siete… hincó una rodilla… ocho… nueve… dio un salto y se puso de pie. Vicky
avanzó decidida a liquidarla, pero no había tiempo, la pelea había llegado a su
fin.
Las tarjetas
confirmaron lo que mis conocimientos pugilísticos habían anticipado: la falsa
Lucrecia se impuso por decisión unánime; los tres jueces la dieron como
ganadora.
¡Uh! No es la primera vez que pasa algo tan tremendo, y me quedo sin palabras.
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EliminarSaludos!