Hoy me desperté cantando “Cumbia batucada”, de Los
Delfines. ¡Qué día! En este momento, Igor le está vendando las manos a la falsa
Lucrecia. Faltan cuarenta minutos para el comienzo de la pelea. Yo estoy de pie
y, con la espalda y la suela de un zapato apoyados en la pared, los veo hacer…
Que los veo hacer es un decir, porque, a decir verdad, mientras mis ojos
apuntan en dirección a ellos, mi mente se entretiene imaginando a Vicky (de
quien sólo me separa la pared detrás de mi espalda) sentada en un cuartito como
este, ansiosa y concentrada mientras Arnoldo Jorge Negri le coloca las vendas.
Siento deseos de
salir, entrar a su vestuario, darle un fuerte abrazo, algunas instrucciones y
desearle suerte, cuando en realidad tendría que salir, entrar a su vestuario y
encontrar el medio de persuasión para que acceda a dejarse caer en algún
momento del séptimo asalto. Podría haberla invitado, también, a fugarse
conmigo. Podríamos habernos valido del dinero de los rusos, subirnos a un avión
y empezar una carrera lejos, muy lejos, bajo nombres ficticios respaldados por
pasaportes falsos…
Ya es tarde para
eso. No tengo tiempo y nunca tuve argumentos para convencerla de nada. Todo está
en las manos de Dios ahora, y en las manos de Vicky, y en las manos de
Lucrecia. Todo está en las manos de Dios digo, pero ese “todo” incluye una
excepción, y la excepción soy yo, es mi futuro, es mi alma. Tomé una decisión
que no debí tomar, me metí con tipos con los que no debí haberme metido, y
ahora, sea cual sea el resultado de la pelea, tendré que dar la cara ante el
jefe de la mafia rusa.
No sé que puede
llegar a suceder. En una de esas tengo suerte y la falsa Lucrecia la mata a
Vicky sobre el cuadrilátero, y después los rusos me matan a mí, y antes de que
ella ascienda a la gloria de los cielos y yo descienda a los tormentos del
infierno, pasamos unas horas en el purgatorio, solos nosotros dos, sin
Samueles, sin Arnoldos Jorges Negris, sin nadie que nos distraiga del amor que
alguna vez fue y que nunca más será.
Ahora se oye el
chirriar de la puerta del vestuario de al lado y la veo a Vicky ―es como si estuviera
viéndola― caminar rumbo al ring a través de un pasillo que se abre a su paso
entre la muchedumbre. En el ambiente suena su himno de guerra: “¿Qué quiere la Chola?”, de Los Palmeras. Los gritos suenan cada vez más lejanos a medida que
ella avanza. Ahora debe haber pasado entre las cuerdas; ahora debe estar
levantando los brazos y desplazándose como una gacela por todo el cuadrilátero;
ahora debe haberse arrodillado para rezar su Padre Nuestro previo a cada pelea.
Ahora nos golpean la puerta. Es nuestro turno de salir. Lo bueno del fatalismo
que domina mi ánimo desde que sé que, pase lo que pase, mi destino ya fue
escrito con mi propia sangre… lo bueno de ese fatalismo es que, por lo menos,
aplaca los nervios.
Ahora caminamos
rumbo al cuadrilátero, recorremos el mismo camino que acaba de trazar Vicky.
Lucrecia va adelante e Igor y yo la seguimos de cerca. El público, a excepción
de los ruso-ucranianos que monopolizan un sector reducido del lugar, nos
abuchea; están todos con Vicky (yo también), porque, al haber una extranjera
entre las contendientes, la pelea se ha convertido en un asunto de patriotismo
y nacionalismo y argentinidad.
Don Natalio, en un mundo donde lo material domina, vos sos la excepción que domina la regla, qué ternura!
ResponderEliminarMuchas gracias, Anó. Ojalá me pagaran por ser así.
EliminarSaludos!
¡Tremenda descripción del momento! Uno de los capítulos más logrados del blog.
ResponderEliminarMuchas gracias, Fernando. Debe haber sido un accidente.
EliminarSaludos!