Hoy me
desperté cantando “Good Riddance (Time of Your Life)”, de Green Day. Los rusos continuaban buscándome por la ciudad y yo
seguía ahí, escondido en su restorán-gimnasio. Sabía que era peligroso, pero
tras dos días de cautiverio mi estómago pedía alimento y decidí hacer una
incursión a la cocina. No es mucho lo que sé acerca de la cocina rusa, por lo
que me era difícil distinguir entre aquellos platos que debían servirse crudos
y aquellos otros que requerían cocción. Dadas las circunstancias, decidí asumir
el riesgo.
Me estaba dando
un festín, raspando el fondo de una hoya en la que había un puré un tanto
acuoso o una sopa fría y espesa, cuando oí que alguien entraba al restorán. Con
desesperación, analicé el lugar buscando un sitio en el cual esconderme y, sin
someter la decisión a un análisis profundo, me metí, tras una portezuela, en un
hueco que había en la pared.
En seguida,
Igor, Lucrecia y el jefe ingresaron a la cocina provenientes del restorán. Hablaban
en un idioma que yo no comprendía y daba la impresión de que estaban
discutiendo. Tras unos minutos, el jefe y la falsa Lucrecia se perdieron tras
la puerta que conducía al gimnasio. Igor extrajo algunos ingredientes de un
aparador y se puso a amasar. Media hora más tarde se acercó hasta mi escondite.
Pensé que iba a abrir la portezuela, pero no, simplemente se limitó a presionar
algún botón y girar algunas perillas. Después, dio media vuelta y siguió
trabajando sobre la mesada.
El calor que
comencé a sentir me hizo entender que mi escondite no era un hueco cualquiera,
sino que era un horno. No me quedó más remedio que salir y entregarme.
El jefe estaba sumamente
molesto y muy decepcionado. Me confesó que, como Lucrecia le había hablado tan
bien acerca de mí, había pensado en invitarme a unirme a su organización y que
el asunto de las apuestas había sido mi prueba de ingreso; prueba que, por
cierto, no había pasado.
Le pedí
disculpas en todos los idiomas que conocía: castellano y jeringoso, y le dije
que, en realidad, como no la había convencido a Vicky, no había hecho la
apuesta, y que le devolvería los treinta mil dólares que me había dado.
Me tomé un taxi
hasta casa y volví con su dinero.
―Bien. Con esto
quedamos a mano ―me dijo―, pero no vuelvas a pisar este lugar.
Le di la mano y me
fui. Lucrecia quiso irse conmigo. Supongo que querrá que siga entrenándola. Camino
a su casa, no intercambiamos una sola palabra. Se bajó y yo regresé al
monoambiente.
Debo confesar
que no le dije toda la verdad al jefe de la mafia rusa. En realidad, sí aposté
su dinero, y también aposté mis diez mil pesos, pero no a favor del nocaut de
Lucrecia en el séptimo asalto, sino que aposté todo el dinero a favor una
victoria por puntos. Luego de haberle devuelto su dinero, aún me quedan
alrededor de setenta mil dólares que están bien resguardados debajo de mi
colchón.
Yo no sabría decir si ese dinero desactavirá la crisis de los treinta, pero seguramente será de gran ayuda.
ResponderEliminarSólo hay que esperar que Sprayete lance algún producto anticrisis, comprar unos cuantos y santo remedio.
EliminarSaludos!
Bien Natalio! El dinero no es lo más importante pero calma los nervios.
ResponderEliminarPensé que ese era el clonazepam.
EliminarSaludos!