viernes, 1 de noviembre de 2013

Día 305 - La moda de los Hot Jean

Hoy me desperté en una habitación desconocida cantando “Silencio hospital”, de Los Fabulosos Cadillacs. ¿Cómo llegué hasta acá? Anoche, ni bien el cielo perdió todo rasgo lumínico, me puse mi sobretodo y partí rumbo a la casa de mi madre. Para no alertar a sus secuestradores, estacioné a dos cuadras de distancia, en el costado opuesto de su manzana. Dada la naturaleza de mi misión, no existía la opción de ingresar por la puerta de frente. De todos modos, esa imposibilidad no representaba un problema, al menos para mí, porque, de mis épocas de infante, conocía las conexiones que vinculaban a todos y cada uno de los patios del barrio. Lo que no sabía, debo reconocerlo, es que el vecino entre cuyo terreno y el patio de mi madre había nada más que un tapial había comprado un rottweiler.

“Perro que ladra no muerde”, dicen. Bueno, este no ladraba. Me alertó de su presencia el ruido de las mandíbulas al chocarse las dos filas de dientes tras el primer tarascón fallido. El segundo no llegó a hacer contacto con la piel de mi culo de Jessica Cirio, pero, de algún modo, vino a proponer el resurgimiento de la moda de los Hot Jean. Antes de que el perro lanzara el tercer tarascón, yo ya estaba subido al tapial. Parece ser que el tema de la inseguridad había, en algún momento, sido una preocupación común entre mi vieja y el vecino, porque a la compra del perro por parte de este último se sumaba la colocación de vidrios rotos en la cima del tapial. Fue así como me hice un tajo de seis o siete centímetros en la nalga a la que el maldito rottweiler había despojado de la protección del jean. Lo único que me faltaba, justo ahora que se acerca el verano, era una cicatriz que me impidiera defender mi principado en los concursos de Miss Cola Reef que se avecinan.
Malherido, me descolgué del tapial, ingresé por la ventana trasera, fui hasta la cocina, corrí la heladera unos centímetros y bajé el interruptor de la electricidad para dejar la casa a oscuras. Así explotaría mi mayor ventaja sobre los secuestradores. Caminando en puntas de pie, salí de la cocina y comencé a atravesar la sala rumbo al dormitorio de mi vieja, pero, a mitad de camino, tropecé con una silla y caí de lleno sobre la mesa ratona. Era de vidrio. Y digo “era” porque se partió en mil pedazos. Lo bueno es que mi madre podría usarlos para resguardar la cima de algún otro tapial; lo malo es que algunos de ellos estaban manchados de mi sangre.
Me llevó un buen tiempo el reincorporarme, quizá porque había perdido demasiada sangre, pero lo conseguí. Avancé dos metros y oí pasos.
—¿Quién anda ahí? —pregunté, pero nadie respondió.
Insistí con la pregunta y no obtuve respuesta. El ruido de los pasos se diluía rumbo a la cocina, lo confirmé cuando alguien volvió a activar el interruptor de la electricidad. Me sentía muy débil, casi no tenía fuerzas, pero llegué a darme vuelta. El mundo daba vueltas, la puerta de la heladera estaba abierta y su tenue luz alumbraba la silueta del mimo, que caminaba en dirección a mí mientras yo me desvanecía.

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