sábado, 2 de noviembre de 2013

Día 306 - Tu padre, sus seis mujeres y sus once hijos menores

Hoy me desperté en mi habitación de hospital cantando “(En) El séptimo día”, de Soda Stereo. Abrí los ojos y, distribuidos en torno a mi cama, algunos de pie, otros sentados, estaban mi vieja, mi viejo, mi primo Luján, rastafari de Luján, y Samuel. Por un momento me sentí un tipo muy popular (o uno que estaba a punto de morir), porque, además de ellos, había siete u ocho personas en las que no detectaba ni un solo rasgo familiar. ¿Serían compañeros de la escuela primaria que venían a darme el último adiós? Pronto entendí que no, que no era el único enfermo en aquella habitación y que aquellas personas estaban visitando al viejo con el que compartía el cuarto.
Una vez que conseguí sacudirme la confusión propia de la modorra, miré a mi madre a los ojos y le dije:
—¡Mami, te liberaron!

—Deben ser los efectos del suero que lo ponen turulo —le susurro mi padre al oído.
Luján se acercó a mí —tenía puesto un gorro de una tela celeste y muy fina, que le habrían hecho ponerse para proteger a los enfermos de los gérmenes alojados en sus rastas—, me dio un beso en la frente y salió de la habitación.
—Vino debido a que sos su familia, aunque cuestiones religiosas lo llevan a rechazar esta clase de lugares —dijo Samuel y se marchó detrás de mi primo.
—¿Por qué no vino nadie a visitarme ayer? —les pregunté a mis viejos.
—Llovía mucho —dijo mi mamá.
—Además —agregó mi padre—, ¿sabés lo que cuesta entenderle al mimo un mensaje tan específico como que estás en un hospital porque te caíste sobre una mesa ratona y te cortaste con los vidrios?
—¡El mimo! ¡El mimo! —les dije yo— ¡El mimo la tenía secuestrada a mamá!
Mi viejo se acercó a mi cama e inspeccionó el recipiente del suero para ver si tenía algún componente alucinógeno.
—¡De verdad les digo! —insistí yo— ¡No me digan que no lo denunciaron!
—¡Pero, hijo! —dijo mamá— ¿De dónde sacaste semejante historia?
—Ayer llamé a tu casa para contarte algo y me atendían pero no me hablaban —le expliqué.
—Claro —dijo ella—, porque te habrá atendido el mimo, que estaba cuidando la casa mientras yo estaba en lo de tu padre.
—Pero después volví a la noche para rescatarte, me metí por la ventana, corté la electricidad, tropecé con una silla, caí sobre la mesa ratona y ¿Quién estaba ahí? El mimo.
—Sí, Natalio —dijo mi viejo—, porque tu madre pasó la noche en mi casa y el mimo quedó de casero.
—¡Ah! —exlamé.
—Y ¿qué era lo que estabas tan desesperado por decirme? —preguntó mi vieja.
—Que este turro —le dije señalando a mi viejo— se te hace el enamorado y en realidad se trajo a sus otras mujeres a Buenos Aires y se está viendo con todas ellas.
—Sí, ya sé —dijo mi vieja—. Ayer estábamos todas. Tu papá nos propuso pasar un día de la semana con cada una.
—Pero son seis. ¿Y el séptimo día? —pregunté.
—El séptimo día —me dijo sonriendo— hago como Dios y descanso.
—¡Pero, mamá! ¿Vos vas a tolerar esto? ¿No te das cuenta de que es una locura?
—Claro que me doy cuenta, hijo. De ningún modo aceptaría una propuesta de esa naturaleza. Las demás tampoco lo vieron con buenos ojos.
—¡Ah!, menos mal.
—Por eso —concluyó mi vieja— decidimos que, entre todos, alquilaremos un hangar en Ezeiza para vivir todos juntos ahí. Tu padre, sus seis mujeres y sus once hijos menores. ¿Qué te parece? ¿No es una idea genial?

No me parecía, así que les pedí que se fueran, los eché del hospital.

2 comentarios:

  1. Don Natalio, no es tan mala idea. Fijate que si, de pronto, te sale un viaje al exterior, estás ahí mismo en el aeropuerto. ¡Lo que vas a ahorrar en remises!

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    1. Eso es cierto, y de paso disminuyo el riesgo de despertar cantando remixes.
      Saludos!

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