Hoy me desperté en
una habitación desconocida cantando “Silencio hospital”, de Los Fabulosos
Cadillacs. ¿Cómo llegué hasta acá? Anoche, ni bien el cielo perdió todo rasgo
lumínico, me puse mi sobretodo y partí rumbo a la casa de mi madre. Para no
alertar a sus secuestradores, estacioné a dos cuadras de distancia, en el
costado opuesto de su manzana. Dada la naturaleza de mi misión, no existía la
opción de ingresar por la puerta de frente. De todos modos, esa imposibilidad
no representaba un problema, al menos para mí, porque, de mis épocas de
infante, conocía las conexiones que vinculaban a todos y cada uno de los patios
del barrio. Lo que no sabía, debo reconocerlo, es que el vecino entre cuyo
terreno y el patio de mi madre había nada más que un tapial había comprado un rottweiler.
“Perro que ladra
no muerde”, dicen. Bueno, este no ladraba. Me alertó de su presencia el ruido
de las mandíbulas al chocarse las dos filas de dientes tras el primer tarascón
fallido. El segundo no llegó a hacer contacto con la piel de mi culo de Jessica
Cirio, pero, de algún modo, vino a proponer el resurgimiento de la moda de los
Hot Jean. Antes de que el perro lanzara el tercer tarascón, yo ya estaba subido
al tapial. Parece ser que el tema de la inseguridad había, en algún momento,
sido una preocupación común entre mi vieja y el vecino, porque a la compra del
perro por parte de este último se sumaba la colocación de vidrios rotos en la
cima del tapial. Fue así como me hice un tajo de seis o siete centímetros en la
nalga a la que el maldito rottweiler había despojado de la protección del
jean. Lo único que me faltaba, justo ahora que se acerca el verano, era una cicatriz
que me impidiera defender mi principado en los concursos de Miss Cola Reef que
se avecinan.
Malherido, me
descolgué del tapial, ingresé por la ventana trasera, fui hasta la cocina,
corrí la heladera unos centímetros y bajé el interruptor de la electricidad
para dejar la casa a oscuras. Así explotaría mi mayor ventaja sobre los
secuestradores. Caminando en puntas de pie, salí de la cocina y comencé a
atravesar la sala rumbo al dormitorio de mi vieja, pero, a mitad de camino,
tropecé con una silla y caí de lleno sobre la mesa ratona. Era de vidrio. Y
digo “era” porque se partió en mil pedazos. Lo bueno es que mi madre podría
usarlos para resguardar la cima de algún otro tapial; lo malo es que algunos de
ellos estaban manchados de mi sangre.
Me llevó un buen
tiempo el reincorporarme, quizá porque había perdido demasiada sangre, pero lo
conseguí. Avancé dos metros y oí pasos.
—¿Quién anda
ahí? —pregunté, pero nadie respondió.
Insistí con la pregunta y no obtuve respuesta. El
ruido de los pasos se diluía rumbo a la cocina, lo confirmé cuando alguien
volvió a activar el interruptor de la electricidad. Me sentía muy débil, casi
no tenía fuerzas, pero llegué a darme vuelta. El mundo daba vueltas, la puerta
de la heladera estaba abierta y su tenue luz alumbraba la silueta del mimo, que
caminaba en dirección a mí mientras yo me desvanecía.
¡El mimo! ¡No puedo creer que sea un secuestrador!
ResponderEliminarAsí parece, Fernando. De calladito nomás.
EliminarSaludos!