domingo, 25 de agosto de 2013

Día 237 - Una horda de infantes desquiciados

Hoy me desperté cantando “Que se vengan los chicos”, de Los Arroyeños. Finalmente, decidí aceptar la propuesta de trabajo de mi madre para sumarme al equipo del mimo en sus actuaciones para público infantil. Nos encontramos en el conventillo, pero le pedí que fuéramos a prepararnos a la casa de mi vieja, porque si bien los Pelotudos estarían en el festival de Reggae hasta el final del día, no quería que mi imagen sufriera el menoscabo de ser visto en vaya uno a saber qué clase de disfraz.
Estacioné la furgonetita frente a la puerta e iba a golpear cuando el mimo me detuvo con un gesto y abrió con una llave que, como si fuera una medalla, llevaba colgada al cuello. ¡El muy turro tenía llave de la casa de mi vieja! Entramos y me vistieron con un traje viejo y gigantesco, en el que habrían entrado tres o cuatro personas de mi tamaño y al que rellenaron con almohadas y almohadones. Después, para lograr mayor realismo, sellaron el pantalón y las mangas de la parte de arriba con cinta de embalar. Apenas si podía moverme. Tanto me costaba, que tuvieron que ponerme los zapatos, que tenían un tamaño tan ridículo como el resto de mi disfraz.

—¿Qué número son? —le pregunté a mi vieja por pura curiosidad.
—Cincuenta y tres, cincuenta y tres y medio —me respondió.
Caminando con dificultad seguí al mimo hasta la vereda. Tuvieron que empujarme para que pasara por la puerta. Subimos a la furgonetita y, si bien no debería haber manejado en esas condiciones, lo hice porque me negaba a cederle la llave de mi furgonetita al turro que quería ocupar de mi padre.
Sospecho que el representante del mimo debe trabajar, en realidad, con grupos de cumbia, porque nuestra gira se pareció mucho a la que hacen ellos: una presentación cada cuarenta minutos yendo y viniendo de una punta a otra de la ciudad sin ningún criterio aparte del de acumular la mayor cantidad de dinero posible. Nuestra rutina era la misma en todas las presentaciones: el mimo entraba y hacía sus pavadas mientras yo esperaba detrás de escena. A los cinco minutos, yo aparecía como el villano de la historia para restablecer el orden entre los infantes. De acuerdo a las indicaciones que mi vieja había traducido para que yo entendiera lo que el mimo quería decirme, debía comportarme como un tipo duro, estricto e intransigente. Pero, vestido como estaba, caminando como pato por culpa del tamaño descomunal de mis zapatos y con el cuerpo mullido y acolchonado por las almohadas y los almohadones, lejos de imponer respeto, bastaba con que saliera a escena para que una horda de infantes desquiciados me rodeara y me atacara mediante golpes de puño, patadas, escupitajos, improperios e insultos de todo tipo y color. El mimo aprovechaba mi intervención para salir a fumarse un cigarrillo. No lo pude comprobar, pero estoy seguro de que era él el que, antes de que yo saliera a escena, alentaba a los nenes para que me agredieran.
Al final del día lo llevé hasta el conventillo, me dijo, mediante señas, que pasara a cobrar durante la semana, y volví al monoambiente en mi disfraz de Gaby, el payaso fofo y milico, con la intención de darle una sorpresa a Vicky, pero cuando llegué ella ya estaba durmiendo.

¡Ay, ay, ay! Me duelen hasta los huesos. De todos modos, el dolor físico se alivia con el tiempo, pero ¿cómo se curan las heridas sufridas por los golpes recibidos en la dignidad?

4 comentarios:

  1. Don Natalio, yo pensé lo mismo, este turro te manda al frente con los pibes para que no lo caguen a palos a él.

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    1. Sí, pero quedate tranquilo, que ya me voy a encargar de ese turro. O no, no sé, dependerá de si me queda tiempo para ocuparme de mis venganzas personales.
      Saludos!

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  2. Natalio, la venganza es un plato que se come frío? no que asco, debe ser caliente, tené cuidado de no quemarte...un consejo, mejor olvídalo, saludos

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