Hoy me desperté cantando “Que se vengan los chicos”, de Los Arroyeños. Finalmente, decidí aceptar la
propuesta de trabajo de mi madre para sumarme al equipo del mimo en sus
actuaciones para público infantil. Nos encontramos en el conventillo, pero le
pedí que fuéramos a prepararnos a la casa de mi vieja, porque si bien los
Pelotudos estarían en el festival de Reggae hasta el final del día, no quería
que mi imagen sufriera el menoscabo de ser visto en vaya uno a saber qué clase
de disfraz.
Estacioné la furgonetita
frente a la puerta e iba a golpear cuando el mimo me detuvo con un gesto y
abrió con una llave que, como si fuera una medalla, llevaba colgada al cuello.
¡El muy turro tenía llave de la casa de mi vieja! Entramos y me vistieron con
un traje viejo y gigantesco, en el que habrían entrado tres o cuatro personas
de mi tamaño y al que rellenaron con almohadas y almohadones. Después, para
lograr mayor realismo, sellaron el pantalón y las mangas de la parte de arriba
con cinta de embalar. Apenas si podía moverme. Tanto me costaba, que tuvieron que
ponerme los zapatos, que tenían un tamaño tan ridículo como el resto de mi
disfraz.
—¿Qué número son? —le
pregunté a mi vieja por pura curiosidad.
—Cincuenta y tres, cincuenta
y tres y medio —me respondió.
Caminando con dificultad
seguí al mimo hasta la vereda. Tuvieron que empujarme para que pasara por la
puerta. Subimos a la furgonetita y, si bien no debería haber manejado en esas
condiciones, lo hice porque me negaba a cederle la llave de mi furgonetita al
turro que quería ocupar de mi padre.
Sospecho que el
representante del mimo debe trabajar, en realidad, con grupos de cumbia, porque
nuestra gira se pareció mucho a la que hacen ellos: una presentación cada
cuarenta minutos yendo y viniendo de una punta a otra de la ciudad sin ningún
criterio aparte del de acumular la mayor cantidad de dinero posible. Nuestra
rutina era la misma en todas las presentaciones: el mimo entraba y hacía sus
pavadas mientras yo esperaba detrás de escena. A los cinco minutos, yo aparecía
como el villano de la historia para restablecer el orden entre los infantes. De
acuerdo a las indicaciones que mi vieja había traducido para que yo entendiera
lo que el mimo quería decirme, debía comportarme como un tipo duro, estricto e
intransigente. Pero, vestido como estaba, caminando como pato por culpa del
tamaño descomunal de mis zapatos y con el cuerpo mullido y acolchonado por las
almohadas y los almohadones, lejos de imponer respeto, bastaba con que saliera
a escena para que una horda de infantes desquiciados me rodeara y me atacara mediante
golpes de puño, patadas, escupitajos, improperios e insultos de todo tipo y
color. El mimo aprovechaba mi intervención para salir a fumarse un cigarrillo.
No lo pude comprobar, pero estoy seguro de que era él el que, antes de que yo
saliera a escena, alentaba a los nenes para que me agredieran.
Al final del día lo llevé
hasta el conventillo, me dijo, mediante señas, que pasara a cobrar durante la
semana, y volví al monoambiente en mi disfraz de Gaby, el payaso fofo y milico,
con la intención de darle una sorpresa a Vicky, pero cuando llegué ella ya
estaba durmiendo.
¡Ay, ay, ay! Me duelen hasta
los huesos. De todos modos, el dolor físico se alivia con el tiempo, pero ¿cómo
se curan las heridas sufridas por los golpes recibidos en la dignidad?
Don Natalio, yo pensé lo mismo, este turro te manda al frente con los pibes para que no lo caguen a palos a él.
ResponderEliminarSí, pero quedate tranquilo, que ya me voy a encargar de ese turro. O no, no sé, dependerá de si me queda tiempo para ocuparme de mis venganzas personales.
EliminarSaludos!
Natalio, la venganza es un plato que se come frío? no que asco, debe ser caliente, tené cuidado de no quemarte...un consejo, mejor olvídalo, saludos
ResponderEliminarMuchas gracias, Anó, por el consejo.
EliminarSaludos!