viernes, 8 de marzo de 2013

Día 67 - Un problema menos


Hoy me desperté cantando “Mujeres”, de Silvio Rodriguez. Parece que en el conventillo se corrió la voz alertando acerca de mis conciertos matinales, porque antes de que me levantara ya había alrededor de dieciséis inquilinos, mujeres en su mayoría, esperando para escucharme. Cuando terminé de cantar, me recompensaron con un aplauso cerrado y retomaron sus ocupaciones. En la fila del baño, varias personas de las que habían presenciado el recital me cedieron su lugar, por lo que pude bañarme con algo de agua tibia y sin tener que esperar tres horas para hacer uso de las instalaciones. Mientras me duchaba, reprimí el impulso de seguir cantando, porque si lo hacía iban a descubrir lo desafinado que soy cuando no estoy bajo los efectos de la maldición que me acompaña en cada despertar.

Después fui al comedor, desayuné una taza de arroz con leche, volví a mi habitación y me puse a trabajar en el armado de la escaladora. No había caso. No había podido ensamblar una pieza con otra cuando el encargado de la vivienda, Héctor “Bicicleta” Perales, ingresó a mi dormitorio. Yo estaba arrodillado en el piso, peleando con los fierros y los plásticos del artefacto maldito; él, con un mate en una mano y un termo en la otra, caminó hasta detenerse detrás de mí, le dio un sorbo al mate y me dijo:
—¿Y, cómo viene la cosa, Don Natalio? ¿Cuándo cree usted que va a estar lista esa cosa?
—Mire —le dije—, lo estuve pensando y creo que si voy a estar a cargo del gimnasio, porque en definitiva está dentro de mi habitación, voy a tener que disciplinar a los dos purretes que quisieron robarme la escaladora, porque si no nadie va a respetarme.
—¿Y qué es lo que usted sugiere, Don Natalio? —me preguntó mientras le echaba agua del termo al mate.
—Se me había ocurrido hacerlos trabajar un poco. Que vengan y armen ellos la escaladora, así entienden que las cosas cuestan y que para tenerlas primero hay que esforzarse.
Afortunadamente, mi plan dio resultado y Héctor “Bicicleta” Perales salió disparado y regresó a los pocos segundos escoltado por los dos mocosos. Les informó que, mientras yo lo dispusiera, iban a estar bajo mis órdenes y les dijo que si llegaban a robarme alguna cosa, por más insignificante que fuera, iba a agarrar una cuchara oxidada y les iba a amputar una mano a cada uno.
A mí se me estaba haciendo tarde para la asamblea de socios del proyecto turístico “El Pasea Porros”, así que les mostré las partes de la escaladora, les di el manual de instrucciones, salí a la calle y caminé a toda prisa rumbo a la estación de GNC en la que solemos reunirnos, la misma en la que estoy cubriendo el puesto de playero durante los domingos y feriados. Entré y ahí estaban, sentados a la mesa de siempre los cuatro taxistas con los que me había asociado. Por primera vez desde que los había conocido no estaban debatiendo sobre temas de actualidad, sino que me aguardaban cruzados de brazos, sumidos en el más absoluto de los silencios. Supongo que la rudeza con la que los había tratado en la última asamblea los había ofendido y, como ante la falta de resultados les había dicho que me ocuparía de gestionar la habilitación municipal y de conseguir una furgonetita Volkswagen, me estaban esperando para convertir la asamblea en una auditoría.
No es por meter excusas, pero tuve una semana repleta de problemas que me impidieron ocuparme de este asunto. Ahora, después del desplante que les había hecho, no habría justificativo que me valiera. Tenía que encontrar la manera de distraer la atención para irme de ahí sin que se dieran cuenta, no sólo porque quería ahorrarme sus cuestionamientos, sino también porque temía que se enteraran de que, vestido con calzas de mujer que resaltaban mi culo portentoso, estaba trabajando ahí domingos y feriados. Es cierto que el encargado de la estación se había comprometido a guardar el secreto, pero las otras playeras, que envidiaban la forma de mis nalgas, eran capaces de hacer cualquier cosa con tal de perjudicarme. Ante la atenta mirada de mis socios taxistas, me acerqué lentamente y, como un pistolero que desenfunda su arma en milésimas de segundo, les pregunté de repente:
—¿Qué camino creen ustedes que debería tomar Venezuela para sobreponerse al difícil momento que le toca vivir?
Desesperados, se pusieron de pie y cada uno intentó expresar su punto de vista, pero como hablaban todos al mismo tiempo, tenían que hacerlo cada vez más fuerte. Pronto las voces de los cuatro se confundieron en un griterío ininteligible. Había dado en la tecla y, sin que se dieran cuenta, salí de la estación y volví al conventillo andando por la sombra, silbando bajito.
A modo de recompensa por la forma en la que había conseguido salirme de una situación delicada, en el camino compré queso rallado para sazonar un poco el arroz del almuerzo. Después de comer subí a mi habitación dispuesto a dormir la siesta y descubrí que los purretes habían conseguido lo que para mí representaba una empresa imposible: habían armado la escaladora. Amontonados en torno a la puerta, unos cuantos inquilinos la observaban ansiosos por que los autorizara a usarla. ¿Será posible? ¿Será que soy el único habitante de este planeta que es incapaz de armar una escaladora? No te aflijas, Natalio. No interesa quién la haya armado. De todos modos, es un problema menos.

4 comentarios:

  1. Natalio, ¡qué alegría que estos pibes hayan podido con la bendita escaladora!
    En cuanto a la alimentación, sugiero que con el próximo ingreso en la estación de GNC compres algunas verduras. El abuso del arroz y el queso puede ser muy perjudicial, ya que son "secantes".

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    1. Sí, Fernando, con los precios que se manejan hoy en día me quedé seco. Muchas gracias por tu empatía.
      Saludos!

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  2. Natalio, vi un anuncio en el diario en el que podes trabajar con tu cola escultural y la publicidad... averiguá, puede ser interesante...

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    1. Muchas gracias, Chachi, pero te faltó aclarar de qué diario se trataba. No puedo comprarlos todos. Ando corto de plata.
      Saludos!

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