Hoy
me desperté cantando “Te vas”, de Grupo 5. Parece que el dj en mi cabeza se
quedó sin ideas, porque el tema sonaba en la obra de teatro que fuimos a ver
ayer. Los inquilinos del conventillo, que en un número que crece día a día se
amuchan en la puerta de mi dormitorio para oírme cantar, corrieron hacia un
costado mi colchón y la escaladora y, en parejas, comenzaron a bailar. Al
concluir la canción, volvieron a colocar las cosas en su sitio y se marcharon. En
la fila del baño todos estuvieron de acuerdo en cederme el puesto, por lo que
pude ducharme con agua caliente. Después bajé a la cocina y desayuné mi ración
diaria de arroz con leche. Por fortuna mañana me toca trabajar en la estación
de GNC. Voy a invertir parte de lo que gane en diversificar mi dieta. De no
hacerlo, esta sobredosis de cereales va a terminar por afectar mi salud.
Ayer
el amor me llevó a poner en riesgo toda la operación que estoy llevando a cabo
para desmantelar la secta que se esconde detrás del Grupo de Ayuda para Gente
con Problemas Pelotudos. Contento por el armado exitoso de la escaladora y la
consecuente inauguración del gimnasio, Héctor “Bicicleta” Perales, un tipo con
contactos, me regaló dos entradas para la obra de teatro “Sudado”. De inmediato
pensé en Vicky, la loca de los guantes de cocina, y la llamé por teléfono. Atendió
el padre.
—Hola,
¿se encuentra Vicky? —pregunté tratando de impostar la voz.
—¿Quién
la busca? —me preguntó su padre en tono desconfiado.
No
podía revelar mi verdadera identidad, porque el moderador del Grupo de Ayuda lo
había convencido de que soy una mala influencia para su hija.
—Soy
Samuel —le dije, dispuesto a hacerme pasar por el compañero de Grupo cuyo
Problema Pelotudo es definido por la imposibilidad de pronunciar la letra “p”.
El
padre de Vicky estaba más informado de lo que yo había creído y, con el
objetivo de corroborar si yo era quien decía ser, dio inicio a una serie de
preguntas rápidas.
—¿Qué
animal es Mickey? —me preguntó.
—Un
ratón —le respondí.
—¿Y
Donald?
—El
mismo que Lucas, el amigo de Bugs Bunny.
El
muy turro quería hacerme “caminar sobre la varita”.
—¿Qué
se necesita para hacer un pozo? —preguntó.
—Tierra
—le dije.
—Sí,
pero para cavar.
—Una
mujer generosa o un film condicionado.
—Nombrame
un deporte que se practique a caballo.
—Equitación.
—¿Cuál
es la capital de Francia?
—La
Ciudad de la Luz.
—¿Qué
es un hombre con un parche en el ojo, una pata de palo y un loro sobre el
hombro?
—Gerardo Sofovich con conjuntivitis de visita en el zoológico.
—Bueno,
Samuel —me dijo en un tono amable—, te pido disculpas por el interrogatorio,
pero, como sabrás, tengo que proteger a mi hija de la compañía de ciertas
personas. Te paso con ella.
—¡Por
fin! —dije algo aliviado y casi tiro por la borda todo lo que había hecho. Por
suerte el hombre ya le había pasado el teléfono a Vicky y no llegó a oír mi
palabra con “p”.
Vicky
aceptó gustosa la invitación al teatro. Nos encontramos quince minutos antes
del comienzo de la obra en la entrada de “El Camarín de las Musas”, ingresamos
a la sala y ocupamos dos asientos en la primera fila. Vicky acompañó la obra
con gran entusiasmo, alternando risas y exclamaciones, divirtiéndose a la par
de los demás integrantes del público. Yo había ido decidido a sobreponerme a
los problemas de atención que me afectan desde pequeño, pero un detalle me hizo
perder el hilo de la historia. Dos de los tres personajes que había en escena
revelaron su edad: ambos tenían los mismos treinta años que tanto temo cumplir.
Al enterarme de eso me dediqué a estudiarlos en detalle, tratando de determinar
si podía identificarme con alguno. Uno de ellos era un inmigrante peruano que
trabajaba y vivía en Buenos Aires. La mayoría de sus intervenciones, que
divertían a Vicky, hacían referencia a su patria. Yo, que nunca salí de mi país
y tampoco suelo divertir a las mujeres, no podía identificarme con él. El otro
treintañero era argentino, como yo, tenía en todo momento el ceño fruncido,
como yo, sufría la ausencia de su padre, como yo, y tenía un trabajo estable,
como… como tantos otros. Había, sin embargo, una diferencia sensible entre
nosotros: él sufría la ausencia de su padre porque éste había muerto una semana
antes; yo sufro la ausencia de mi padre, pero desde mis doce años no sé nada acerca de él. La obra concluyó y Vicky sacudió el polvillo de sus guantes
aplaudiendo de pie a los actores. Mientras la acompañaba a la esquina para que
se tomara un taxi, ella me comentaba entusiasmada las partes que más le habían
gustado; yo estaba angustiado, porque por primera vez en todos estos años se me
había cruzado por la cabeza la posibilidad de que mi padre estuviera muerto.
Sí, ¿quién sabe? Todo es posible. Quizá se fue a vivir cerca del Machu Pichu.
Tengo
que hablar con mi vieja y preguntarle. Tal vez el reencuentro con mi viejo sea
la clave para desactivar la crisis de los treinta.
Un capítulo muy emocionante el de hoy, Natalio.
ResponderEliminarSí, Fernando. Quizá deba considerar la opción de no ir más a ver teatro, porque todas las obras me recuerdan a mi padre ausente.
EliminarSaludos!
Coincido con Fernando.
ResponderEliminarMuchas gracias, Anó Nimo, por la coincidencia.
EliminarSaludos!
Me encantó leerte, un abrazo fuerte ( de una superviviente a la crisis de los 30... y los 40... y arza! qué depre ¬¬ )
ResponderEliminar;)
A.
Muchas gracias, Andrea. Agradeceré tus consejos y sugerencias para sobreponerme a la crisis en caso de que no logre desactivarla.
EliminarSaludos!
jjjjjj que complicado no pronunciar la p. Tu relato entretenido y muy bueno.Un placer leerte.Bss
ResponderEliminarMuchas gracias, Isaboa.
EliminarSaludos!