Hoy
me desperté cantando “Mujeres”, de Silvio Rodriguez. Parece que en el
conventillo se corrió la voz alertando acerca de mis conciertos matinales,
porque antes de que me levantara ya había alrededor de dieciséis inquilinos,
mujeres en su mayoría, esperando para escucharme. Cuando terminé de cantar, me recompensaron
con un aplauso cerrado y retomaron sus ocupaciones. En la fila del baño, varias
personas de las que habían presenciado el recital me cedieron su lugar, por lo
que pude bañarme con algo de agua tibia y sin tener que esperar tres horas para
hacer uso de las instalaciones. Mientras me duchaba, reprimí el impulso de
seguir cantando, porque si lo hacía iban a descubrir lo desafinado que soy
cuando no estoy bajo los efectos de la maldición que me acompaña en cada
despertar.
Después
fui al comedor, desayuné una taza de arroz con leche, volví a mi habitación y
me puse a trabajar en el armado de la escaladora. No había caso. No había
podido ensamblar una pieza con otra cuando el encargado de la vivienda, Héctor “Bicicleta”
Perales, ingresó a mi dormitorio. Yo estaba arrodillado en el piso, peleando
con los fierros y los plásticos del artefacto maldito; él, con un mate en una
mano y un termo en la otra, caminó hasta detenerse detrás de mí, le dio un
sorbo al mate y me dijo:
—¿Y,
cómo viene la cosa, Don Natalio? ¿Cuándo cree usted que va a estar lista esa
cosa?
—Mire
—le dije—, lo estuve pensando y creo que si voy a estar a cargo del gimnasio,
porque en definitiva está dentro de mi habitación, voy a tener que disciplinar
a los dos purretes que quisieron robarme la escaladora, porque si no nadie va a
respetarme.
—¿Y
qué es lo que usted sugiere, Don Natalio? —me preguntó mientras le echaba agua
del termo al mate.
—Se
me había ocurrido hacerlos trabajar un poco. Que vengan y armen ellos la
escaladora, así entienden que las cosas cuestan y que para tenerlas primero hay
que esforzarse.
Afortunadamente,
mi plan dio resultado y Héctor “Bicicleta” Perales salió disparado y regresó a
los pocos segundos escoltado por los dos mocosos. Les informó que, mientras yo
lo dispusiera, iban a estar bajo mis órdenes y les dijo que si llegaban a
robarme alguna cosa, por más insignificante que fuera, iba a agarrar una
cuchara oxidada y les iba a amputar una mano a cada uno.
A
mí se me estaba haciendo tarde para la asamblea de socios del proyecto turístico
“El Pasea Porros”, así que les mostré las partes de la escaladora, les di el
manual de instrucciones, salí a la calle y caminé a toda prisa rumbo a la
estación de GNC en la que solemos reunirnos, la misma en la que estoy cubriendo
el puesto de playero durante los domingos y feriados. Entré y ahí estaban,
sentados a la mesa de siempre los cuatro taxistas con los que me había asociado.
Por primera vez desde que los había conocido no estaban debatiendo sobre temas
de actualidad, sino que me aguardaban cruzados de brazos, sumidos en el más
absoluto de los silencios. Supongo que la rudeza con la que los había tratado
en la última asamblea los había ofendido y, como ante la falta de resultados
les había dicho que me ocuparía de gestionar la habilitación municipal y de
conseguir una furgonetita Volkswagen, me estaban esperando para convertir la
asamblea en una auditoría.
No
es por meter excusas, pero tuve una semana repleta de problemas que me
impidieron ocuparme de este asunto. Ahora, después del desplante que les había
hecho, no habría justificativo que me valiera. Tenía que encontrar la manera de
distraer la atención para irme de ahí sin que se dieran cuenta, no sólo porque
quería ahorrarme sus cuestionamientos, sino también porque temía que se enteraran
de que, vestido con calzas de mujer que resaltaban mi culo portentoso, estaba
trabajando ahí domingos y feriados. Es cierto que el encargado de la estación
se había comprometido a guardar el secreto, pero las otras playeras, que
envidiaban la forma de mis nalgas, eran capaces de hacer cualquier cosa con tal
de perjudicarme. Ante la atenta mirada de mis socios taxistas, me acerqué lentamente
y, como un pistolero que desenfunda su arma en milésimas de segundo, les
pregunté de repente:
—¿Qué
camino creen ustedes que debería tomar Venezuela para sobreponerse al difícil momento
que le toca vivir?
Desesperados,
se pusieron de pie y cada uno intentó expresar su punto de vista, pero como
hablaban todos al mismo tiempo, tenían que hacerlo cada vez más fuerte. Pronto
las voces de los cuatro se confundieron en un griterío ininteligible. Había
dado en la tecla y, sin que se dieran cuenta, salí de la estación y volví al
conventillo andando por la sombra, silbando bajito.
A
modo de recompensa por la forma en la que había conseguido salirme de una
situación delicada, en el camino compré queso rallado para sazonar un poco el
arroz del almuerzo. Después de comer subí a mi habitación dispuesto a dormir la
siesta y descubrí que los purretes habían conseguido lo que para mí
representaba una empresa imposible: habían armado la escaladora. Amontonados en
torno a la puerta, unos cuantos inquilinos la observaban ansiosos por que los
autorizara a usarla. ¿Será posible? ¿Será que soy el único habitante de este
planeta que es incapaz de armar una escaladora? No te aflijas, Natalio. No
interesa quién la haya armado. De todos modos, es un problema menos.
Natalio, ¡qué alegría que estos pibes hayan podido con la bendita escaladora!
ResponderEliminarEn cuanto a la alimentación, sugiero que con el próximo ingreso en la estación de GNC compres algunas verduras. El abuso del arroz y el queso puede ser muy perjudicial, ya que son "secantes".
Sí, Fernando, con los precios que se manejan hoy en día me quedé seco. Muchas gracias por tu empatía.
EliminarSaludos!
Natalio, vi un anuncio en el diario en el que podes trabajar con tu cola escultural y la publicidad... averiguá, puede ser interesante...
ResponderEliminarMuchas gracias, Chachi, pero te faltó aclarar de qué diario se trataba. No puedo comprarlos todos. Ando corto de plata.
EliminarSaludos!