Hoy me desperté
cantando “Himno de mi corazón”, de Los Abuelos de la Nada. Daba la impresión de
que los rusos habían superado el rencor por la caída del muro. En el hangar
reinaba un clima ameno, de cordialidad, fraternidad y buen humor. En esto mucho
tenía que ver la hermosa boda de la que habíamos sido testigos durante el día
anterior. Tal era el grado de felicidad, que desde el lugar en el que estaban
cuando desperté, sin dejar de hacer lo que fuera que estuvieran haciendo, todos
los participantes nuestra gran fiesta familiar, con la esperable excepción del
mimo, se sumaron a mi canción en la parte del famoso “oh, oh, oh, oh, oh, oh;
oh, oh, oh, oh, oh, oh”.
Fue un
espectáculo conmovedor. Yo recorría el lugar caminando sobre la alfombra roja
que todavía no había sido quitada, y a medida que avanzaba podía oír a
distintas personas provenientes de distintos barrios, de distintos países, de
distintos estratos de la sociedad, todos ellos hermanados por el mismo canto de
felicidad.
Concluida la canción, nos reunimos en las proximidades del Pabellón Canadiense. Allí mi padre le hizo entrega a Hugo Adán, mi hermano mayor, de un regalo de parte de toda la familia por su cumpleaños número treinta y seis. Por primera vez desde el comienzo de las fiestas, no sintió la necesidad de aclarar que él había sido quien lo había pagado. Almorzamos ahí mismo un rico Tourtière que Celine Dilon, la mujer canadiense de mi padre, se encargó de preparar con el asesoramiento del taxista culinario. Entre la comida y los muñequitos de jengibre que sirvieron como postre, alguien, desde afuera, golpeó el portón del hangar. Le pedí a “La Mole Moni” que me acompañara, así me ayudaba a abrirlo. Del otro lado esperaban Christian con “h” muda, mi ex socio en el proyecto que combinaba los servicios de una funeraria con los de un salón de belleza; Antonio, mi desmemoriado peluquero amigo, y su mujer; Zenón y Catalina, que habían sido el kinesiólogo y la psicóloga de la Fundación PROPEL; el jefe de la mafia rusa, el chino de la cadena de supermercados y Evaristo Capone, el empresario de prensa del barrio de Puerto Madero que tenía llegada en la Camorra italiana. Los abracé uno por uno, les di la bienvenida, los invité a que actuaran como si estuvieran en sus respectivas casas y le indiqué al taxista culinario que pusiera una nueva tanda de muñequitos de jengibre. Después me aparté un poco. Necesitaba estar solo durante un buen rato para aclarar algunas ideas.
Concluida la canción, nos reunimos en las proximidades del Pabellón Canadiense. Allí mi padre le hizo entrega a Hugo Adán, mi hermano mayor, de un regalo de parte de toda la familia por su cumpleaños número treinta y seis. Por primera vez desde el comienzo de las fiestas, no sintió la necesidad de aclarar que él había sido quien lo había pagado. Almorzamos ahí mismo un rico Tourtière que Celine Dilon, la mujer canadiense de mi padre, se encargó de preparar con el asesoramiento del taxista culinario. Entre la comida y los muñequitos de jengibre que sirvieron como postre, alguien, desde afuera, golpeó el portón del hangar. Le pedí a “La Mole Moni” que me acompañara, así me ayudaba a abrirlo. Del otro lado esperaban Christian con “h” muda, mi ex socio en el proyecto que combinaba los servicios de una funeraria con los de un salón de belleza; Antonio, mi desmemoriado peluquero amigo, y su mujer; Zenón y Catalina, que habían sido el kinesiólogo y la psicóloga de la Fundación PROPEL; el jefe de la mafia rusa, el chino de la cadena de supermercados y Evaristo Capone, el empresario de prensa del barrio de Puerto Madero que tenía llegada en la Camorra italiana. Los abracé uno por uno, les di la bienvenida, los invité a que actuaran como si estuvieran en sus respectivas casas y le indiqué al taxista culinario que pusiera una nueva tanda de muñequitos de jengibre. Después me aparté un poco. Necesitaba estar solo durante un buen rato para aclarar algunas ideas.
La unión en
matrimonio de mi primo Luján, de Luján, y Samuel había abierto mis ojos en relación a diversos aspectos. Esa manifestación de cariño tan poderosa me había confirmado
lo que en distintos momentos del año se me había revelado con la fuerza de una
sospecha leve: que el antídoto contra la crisis, que la clave de su
desactivación se encontraba en el amor, en la posibilidad de hallar a la mujer
de mi vida.
Sin dudarlo,
llamé por teléfono a Justicia Social y la invité a que viniera, junto a sus
padres y a sus hermanas, a celebrar el año nuevo en el hangar. La idea de
festejarlo en comunidad, con los inquilinos de un conventillo y algunos habitantes
de países considerados como tercermundistas, la sedujo de inmediato. No hizo
falta convencerla. Vendrán mañana, en algún momento de la tarde.
En la ansiedad
de la espera, fui a ver a los muchachos del conventillo, que se la pasaban
tomando cerveza en el Pabellón Alemán. Entre ellos había un tatuador, al que
contraté para que tatuara en mi espalda el nombre de mi amada. “Justicia Social”
puede leerse ahora en una inscripción que cubre toda mi piel desde un omóplato
hasta el otro. Con lo que me sobró de los cinco dólares que me había regalado mi
viejo para Navidad, fui hasta el Pabellón Botswanés, donde las hijas de
Botswana Amarula tenían un puestito de joyas, y compré el anillo más austero
que encontré: uno muy sencillito, hecho de coco y maicena.
Sí, mi momento
llegó. Tomé una decisión. Finalmente, sé qué es lo que quiero, y sé con exactitud qué es lo
que tengo que hacer para conseguirlo.
Bueno, Don Natalio, parece que ahora está de moda eso de tatuarse el nombre de la amada. Me alegra que hayas tomado una resolución tan resueltamente.
ResponderEliminarMuchas gracias, Fernando. Me alegra que te alegre.
EliminarSaludos!