martes, 31 de diciembre de 2013

Día 365 - Las Fiestas Anuales de la Familia Gris: La Crisis Terminal

Hoy me desperté cantando “La última curda”, de Anibal Trolio y Cátulo Castillo. El día del cumpleaños número cincuenta y ocho de mi vieja había llegado. En el centro del hangar, mi viejo había hecho colgar un pasacalle en el que se podía leer la siguiente leyenda: “FELÍ CUMPLIAÑO, MARIA ANTONIETA PEREZ ESTRAFAGARTA. FUISTES, SO Y SERÁ LA MUJER DE MI VIUDA”. Me acerqué a mi viejo y, después de felicitarlo por el gesto, hice mención a los errores de ortografía y escritura que habían cometido al escribir el mensaje.
―Ni me hablés de eso. ¡Tengo una calentura! ―me dijo.
―Pero, ¿qué pasó? ―le pregunté.
―Nada, le pedí al mimo que se encargara de conseguir a quien lo escribiera. Como sólo habla mediante el lenguaje de señas, le transfirió el encargo a Samuel, que se niega a pronunciar la letra “p”. Imaginate lo difícil que habrá sido para él ingeniárselas para pedir que le hicieran un pasacalle. Para colmo, el encargo se lo hizo a Chun Li, mi mujer japonesa, que tiene un gran talento caligráfico pero que no entiende una mierda de castellano. El resultado fue un teléfono descompuesto que derivó en eso que ves ahí colgado.
―Pero, ¿por qué no le diste al mimo un papel con el mensaje que querías poner? ―le pregunté.
―No sé, Natalio. La verdad que no me sirve de mucho que me des la cura de una enfermedad cuando el paciente ya está muerto ―dijo y se alejó de mí.

No podía preocuparme por la susceptibilidad de mi padre, no en ese momento, porque debía, cuanto antes, hablar con la falsa Lucrecia. La encontré tomando tereré con vodka junto a la mujer de Igor y le dije que necesitaba que habláramos en privado. Los nervios y la consecuente transpiración acentuaban la picazón que el flamante tatuaje de mi espalda me provocaba. Traté de no rascarme.
―¿Qué sucede, señorrr? ―me preguntó Lucrecia cuando nos quedamos solos.
―Mirá ―le dije―, tengo que darte una mala noticia. Decidí que no voy a viajar a Rusia.
―¿Necesita más tiempo, señorrr? Porrrque, de serrr así, podrrríamos posponerrr su pasaje.
―No, Lucrecia. Te agradezco de todo corazón, pero estas fiestas familiares me permitieron darme cuenta de que mi vida está acá, en Argentina, y que no voy a encontrar esta clase de calidez en las frías tierras rusas.
―Está bien, señorrr. Si es lo que desea, lo mejorrr serrrá que se quede ―dijo ella y giró con la intención de regresar hacia donde la mujer de Igor la esperaba con un tereré.
―No sufrás ―le dije tomándola por el hombro―. Sé que no va a ser sencillo, pero sos una boxeadora con muchas condiciones y estoy convencido de que, aun sin mi participación, no vas a tener demasiados inconvenientes para ganar la pelea por el título europeo.
―Grrracias, señorrr ―me dijo―. ¿Terrrminó con esta sensiblerrría?
―Solamente una cosa más te voy a pedir.
―¿Qué?
―Después de convertirte en la campeona europea, no va a pasar mucho tiempo hasta que pelees por el campeonato mundial. Quiero pedirte que, el día que te conviertas en campeona del mundo, tu primera defensa sea la revancha contra Vicky.
―Tendrrra que hablarrr con mi agente, señorrr, cuando llegue el momento ―me dijo.
―¡Perfecto! Entonces, ¿es un sí? ―le pregunté.
Sin responderme, dio media vuelta y se fue. “El que calla, otorga”, dicen, y ella se fue sin decir nada.
A los pocos minutos, mi viejo convocó a todos los presentes para que fuéramos testigos de la entrega del regalo que había comprado para mi madre. Fuimos llegando y deteniéndonos alrededor de un objeto de tamaño considerable cubierto por una sábana blanca. Cuando estuvimos todos, mi viejo aclaró que este regalo era de parte suya y de nadie más, se acercó al objeto en cuestión y corrió la sábana develando el misterio: su regalo era un hipopótamo de cristal, de tamaño real, réplica exacta de un ejemplar real que desarrolla su vida en territorio zambiano.
―¿Cómo supiste? ―gritó mi vieja, corrió a abrazar a mi viejo, lo besó en la boca, retomó su carrera rumbo al hipopótamo, le pidió al mimo que la ayudara a subirse, se montó sobre el lomo del animal de cristal y pidió que le tomaran una fotografía.
Se me ocurrió que podría aprovechar el alboroto para conversar con Vicky, pero justo cuando iba a tocarle el hombro para que se diera vuelta, sentí que una mano se anticipaba y hacía lo mismo con mi hombro. Era Samuel, que estaba tomado de la mano con mi primo Luján, de Luján. Cada uno llevaba una valija.
―Nos vamos ―dijo Samuel―. Llegó la hora.
―¿Tan temprano? ―le pregunté.
―Sí ―dijo Luján―, porque tenemos que hacer trasbordo. Nos tomamos el primer avión acá, desde Ezeiza hasta Aeroparque; ahí pasamos a un segundo avión que nos va a dejar en Santa Rosa, y ahí pasamos al colectivo que nos llevará hasta la terminal de Chacharramendi, donde nos espera una combi en la que nos transportarán hasta el all inclusive.
―Perfecto ―les dije―. Dejenme acompañarlos hasta el primer avión.
Así fue como caminamos juntos desde la puerta del hangar hasta el avión, pasando por las distintas pistas de aterrizaje sin decirnos una sola palabra, disfrutando del silencio de nuestros pensamientos, coincidiendo quizá en el recuerdo de los momentos felices que habíamos compartido a lo largo de todo el año. No había motivos para llorar, porque regresarían en menos de diez días, pero lo cierto es que, en el momento de la despedida, en el último abrazo, lloramos los tres. Cuando ya estaban subiendo por las escaleras, se oyó, a la distancia, el grito desesperado de una mujer. Era Vicky, que, al ver que ya no estaban, había corrido desde el hangar hasta el avión para despedirse de sus entrañables amigos.
Quedamos solos ella y yo, y aunque tenía muchas cosas para decirle, recorrimos las dos primeras pistas en silencio, porque el calor aplacaba nuestros ánimos de manera notoria. Para atravesar la siguiente, nos trepamos en la parte trasera de uno de esos trencitos enanos que se encargan de llevar el equipaje. Entonces sí, liberado del esfuerzo que implicaba caminar, pude concentrar todas mis energías en el habla.
―Tenés que seguir boxeando, Vicky ―le dije―. Vos sabés que es así.
―No puedo, Natalio. Arnoldo le pone voluntad, pero, si bien es bueno en la preparación física, no sabe mucho de tácticas y estrategias, y el hecho de trabajar juntos en esas condiciones desgasta mucho nuestra relación. Disculpame, pero prefiero preservar la pareja.
―Yo puedo conseguirte un entrenador ―le dije.
―A mi edad, con mi falta de experiencia, ¿quién va a querer entrenarme?
―Yo, Vicky, yo te voy a entrenar.
―Pero, Natalio, ¡vos te estás yendo a Rusia! ―me dijo.
―No, ya no. Me quedo en Argentina y, si Lucrecia gana el campeonato mundial, se comprometió a que la revancha con vos sea su primera defensa.
Vicky se alegró de que me quedara en el país y aceptó mi propuesta de inmediato. Reingresamos al hangar tras haber asumido el compromiso de reunirnos ella, Arnoldo y yo los primeros días del próximo año para definir los detalles de su entrenamiento y los lineamientos que seguiría su resurgida carrera.
Ya estando adentro, pude notar que Justicia Social y su familia habían llegado mientras estaba afuera, porque mi viejo los estaba llevando de recorrido por el lugar para que conocieran las instalaciones. Me acerqué, saludé a Justicia y ella me presentó a su padre, José Saúl Wermus; a su madre y a sus tres hermanas: Revolución Francesa, Luchas Compromiso y María Igualdad.
―Si me lo permite, señor, necesitaría tomar prestada a su hija durante unos minutos ―le dije a su padre.
―Puede hacer lo que quiera ―me respondió―. Es mi hija, y no un objeto de mi propiedad.
La tomé de la mano y la llevé conmigo afuera del hangar. Entonces le pedí que mirara hacia arriba. A los pocos segundos, un avión a chorro dibujó un corazón con su estela cenicienta y, en torno al corazón, estallaron toda clase de fuegos artificiales. En los altavoces utilizados por la administración del aeropuerto para emitir distintos anuncios, comenzó a sonar el tango “Adios Nonino”, de Astor Piazzola. Parecía que los fuegos volaban y explotaban al ritmo de la música. Al final, el avión volvió a pasar y dibujó sobre ese cielo azul la pregunta más importante de mi vida: “¿Querés casarte conmigo?”.
Justicia Social volvió a fijar la vista en la tierra (sus ojos se habían llenado de lágrimas) y me encontró arrodillado en el piso, ofreciéndole el anillo de coco que, para la ocasión, había comprado.
―Justicia ―le dije―, hasta ayer iba a irme a vivir a Rusia, pero decidí quedarme en Argentina, en parte para poder casarme con vos. ¿Qué me decís? Yo te amo.
―Natalio ―dijo y una gota rodó por su mejilla. La música, que no cesaba, dotaba la escena de un mayor dramatismo―, a mí también me encantaría casarnos y pasar la vida juntos. Pero Alexandre Alexandrov me invitó a ir con ellos a vivir a Rusia y la verdad es que debo anteponer mi compromiso con el socialismo a mis intereses personales. No puedo dejar pasar la oportunidad de vivir en suelo de la antigua URSS. Es mi oportunidad de cumplir el sueño de toda mi vida.
Justicia se reclinó hacia delante y me besó en la boca. La humedad de sus lágrimas se confundió con la humedad de las mías. Después entró al hangar y yo permanecí en silencio, de rodillas, contemplando el cielo sobre el que los humos que conformaban la pregunta se dispersaban poco a poco, oyendo los últimos acordes de aquella melodía triste.
El día se hizo noche y vuelvo a entrar al hangar. Las músicas étnicas dominan el territorio de cada pabellón. Faltan pocos minutos para la medianoche, para el comienzo de un nuevo año, para mi cumpleaños número treinta. Recorro el hangar. Mañana los festejos habrán finalizado. La mayor parte de los que ahora danzan borrachos regresarán a sus vidas y a sus hogares, pero yo, yo podría quedarme acá, vivir con mis viejos, mis madrastras y mis medios hermanos; armarme un gimnasio y un dormitorio en un rinconcito, entrenar acá con Vicky, proponerle a mi viejo que aprovechemos la multinacionalidad de sus mujeres y abramos el lugar al público como una feria de naciones permanente. ¿Por qué no? Parece una buena idea y tengo treinta y cinco mil dólares para invertir. Podría funcionar…

Los que tienen una bebida en la mano levantan sus copas al cielo. Comienza la cuenta regresiva y todos, menos el mimo, que participa retrayendo uno a uno los dedos de sus manos, todos vociferan los números de manera simultánea. Diez… Sobre la pared del fondo, mi imaginación esboza un dibujo algo difuso. Nueve… Con el correr de los segundos, el dibujo va cobrando nitidez. Ocho… Parece ser un rostro humano. Siete… Parece ser el rostro de Daniel Amoroso. Seis… ¿Es un producto de mi imaginación o realmente está ahí? Cinco… ¿Es el rostro de Amoroso o es la cara de la crisis que se aproxima? Cuatro… Sea lo que sea, que venga nomás. No le tengo miedo. Tres… No me asusta la crisis de los treinta. Dos… No me asusta ningún tipo de crisis. Uno… Siempre y cuando no se trate de una crisis terminal.

7 comentarios:

  1. Bueno, de alguna manera es una crisis en una terminal aérea, Don Natalio. Pero no por eso puede ser tan grave.

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    1. Muchas gracias, Fernando. Tu compañía a lo largo de estos trescientos sesenta y cinco días fue tan importante como es el lenguaje de señas para el mimo, la poligamia para mi viejo, los guantes de cocina para Vicky, la URSS para Justicia Social, la existencia de Samuel para mi primo Luján, de Luján; la existencia de mi primo Luján, de Luján, para Samuel, las zapatillas de Jessica Cirio para mi culo gordo y una serie interminable de etcéteras. Te agradezco por tus comentarios diarios, que fueron consejos que, en la mayoría de los casos, guiaron el curso de esta, nuestra historia.
      Nos mantenemos en contacto.
      Saludos!

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    2. Don Natalio, el agradecido soy yo. Ha sido un enorme placer para mí seguir esta historia, que como dije al descubrirla, me encantó por la frescura, el sentido del humor y el que esté bien escrita (cosa que no siempre es fácil de encontrar).
      Un abrazo enorme y seguimos en contacto, seguramente
      ¡Salud!

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  2. Don Natalio Gris! No te querés casar conmigo?

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    1. Muchas gracias, Anó, por la proposición, pero temo que aún no estoy preparado para dar ese paso.
      Saludos!

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  3. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  4. Aunque no soy tan fiel seguidora como Fernando, si que he leído alguna de tus entradas sobre la Familia Gris y me gusta mucho como escribes. Por ello te he nombrado para el Premio Dardos, más detalles en http://wp.me/p3SGuQ-bR

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