viernes, 27 de diciembre de 2013

Día 361 - Las Fiestas Anuales de la Familia Gris: Sincronicemos Relojes

Hoy me desperté cantando “Buena suerte y hasta luego”, de Andrés Calamaro. Caminando por el hangar, temí que los cinco o seis días de borrachera continuada hubieran comenzado a afectar mis sentidos, porque, de repente, el lugar me parecía mucho pero mucho más pequeño. Caminando en dirección hacia donde se suponía que debía estar el portón, me topé con una pared de yeso que hasta el día anterior no había visto, en el centro de la cual había una puerta cerrada. Si mis cálculos de ebrio no fallaban, la habían levantado en el centro exacto del hangar. ¿Quién? Aún no lo sabía. Para sacarme la duda, golpeé.
La puerta fue entreabierta desde el otro lado, uno de los rusos asomó la cabeza y elevó las cejas como preguntándome qué necesitaba.
―Quiero pasar ―le dije.
―No en este momento ―respondió él y cerró la puerta.

Volví a golpear, volvió a abrir, volví a pedirle que me dejara pasar, volvió a negarse y a cerrar la puerta. Antes de que lo hiciera, pude ver, a través del pequeño espacio que me concedía su cuerpo gigantesco, lo que estaba sucediendo al fondo del hangar, en las proximidades del portón. Allí mi viejo le hacía entrega de su regalo a mi hermana María Claudia, la que nació antes que yo y estaba cumpliendo treinta y un años. Después, oí como le cantaban el feliz cumpleaños, pero no pude participar.
No sabía con exactitud qué era lo que estaba sucediendo, pero sentí la obligación de hacer algo para enmendarlo. Lo primero que se me ocurrió fue averiguar quiénes habían quedado del lado del muro en el que estaba yo. Había recorrido la mayor parte del lugar sin encontrar a nadie y, cuando ya estaba resignándome a la idea de que me habían dejado solo de este lado del muro, fui a buscar alimento y descanso en el Pabellón Japonés y me encontré con ellos: sentados en torno a una pequeña mesa los cuatro taxistas que habían sido mis socios hablaban como si estuvieran ultimando los detalles de un plan maestro. Me acerqué y tomé asiento.
―¿Ustedes saben qué es lo que está pasando? ―les pregunté.
―Problemas de frontera, Natalio ―me dijo el taxista freudiano, que además de taxista es escribano―. Los rusos le están sacando rédito al estado de borrachera en el que viven todos. Empezaron robándole espacio a los demás pabellones hasta que lograron apoderarse de toda la franja central. Entonces levantaron ese muro para controlar el tráfico de gente y mercancías, generar dependencia y dominar la escena mientras dure la celebración.
―Pero, ¿para qué? ¿Qué sentido tiene tomar el control de un hangar de mala muerte durante tres días ―les pregunté.
―Ambición de poder ―me explicó el taxista abogado luego de comentarme que había hecho un cursito de política internacional―. Estos tipos quedaron muy golpeados después de la guerra fría y deben sentir que este hangar de naciones les brinda una oportunidad inmejorable para reivindicarse como nación y comenzar a poner en entredicho la historia.
Mientras éste hablaba, el taxista abogado se puso de pie y pasó al otro lado del mostrador, donde estaba la cocina. Daba la impresión de que estaba preparando varios platos a la vez. El taxista contador desplegó un plano del lugar sobre la mesa y les habló a los otros dos en términos de “redistribución territorial”.
―¿Qué están tramando? ―les pergunté.
Fue entonces cuando me contaron que habían diseñado un plan para restituir el orden de las cosas. El taxista freudiano había confeccionado un perfil psicológico del habitante ruso promedio contemplando las variantes que el hecho de haber emigrado hacia un país como el argentino habría provocado. El taxista culinario se había encargado de preparar un plato de cada una de las naciones involucradas en el conflicto con el objetivo de que los rusos vieran con ojos más amistosos a quienes consideraban sus adversarios. El taxista contador había elaborado una propuesta para restituir su espacio a cada uno de los seis pabellones originales. Una vez hecho esto, entre todos les cederían a los rusos un espacio equivalente al de los otros seis. El taxista abogado, conocedor de los protocolos internacionales en vigencia, sería el encargado de hacerle la oferta a los rusos.
Luego de repasar el plan, los cuatro se pusieron de pie y se colgaron del cuello los collares que habían armado con sus propios taxímetros.
―Sincronicemos relojes ―dijo el taxista abogado, y los cuatro activaron sus aparatos, que automáticamente marcaron el costo de la bajada de bandera: once pesos―. Nos vemos en el portón cuando nuestros taxímetros marquen veinticuatro con veinte.
―¡Esperen! ―les dije.
―¿Qué pasa? ―me preguntó el taxista abogado.
―¿No tienen un taxímetro para mí?
―Sí, yo tengo uno de más ―me dijo el taxista culinario― Andá a buscarlo si querés. Quedó allá en el mostrador. Tené en cuenta que no fue actualizado después del último aumento, así que, si querés participar, en lugar de veinticuatro con veinte, si tu bajada de bandera es de nueve con ochenta, tendrías que encontrarnos cuando tu reloj marque… No sé. Sacá la cuenta.
―¡Esperen! ―volví a decirles.
―¿Qué querés ahora? ―me preguntó el taxista freudiano.
―¿Qué pasa si la negociación no prospera?
―Tenemos un contacto en el otro lado ―me dijo.
―¿Quién? ―le pregunté.
―Un detective privado que se comprometió a reclutar a veinticinco conventilleros. Si no aceptan por las buenas, cuando nuestros taxímetros marquen treinta y tres, vamos a dar la orden de derribar el muro.

Si el contacto era Luis Miguel, estábamos en buenas manos. Sabiendo eso, ya no hice preguntas, los dejé marcharse y regresé a la mesa del Pabellón Japonés a tratar de resolver el problema que se me había planteado: ¿a cuánto equivalía en mi taxímetro desactualizado los veinticuatro pesos con veinte de un taxímetro nuevo?

2 comentarios:

  1. ¡Ahora sí! ¡Estos son los muchachos que todos conocimos!

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Sé pierde el pelo, o una sociedad incluso, pero no las mañas.
      Saludos!

      Eliminar