Hoy me desperté
cantando “Buena suerte y hasta luego”, de Andrés Calamaro. Caminando por el hangar,
temí que los cinco o seis días de borrachera continuada hubieran comenzado a
afectar mis sentidos, porque, de repente, el lugar me parecía mucho pero mucho
más pequeño. Caminando en dirección hacia donde se suponía que debía estar el
portón, me topé con una pared de yeso que hasta el día anterior no había visto,
en el centro de la cual había una puerta cerrada. Si mis cálculos de ebrio no
fallaban, la habían levantado en el centro exacto del hangar. ¿Quién? Aún no lo
sabía. Para sacarme la duda, golpeé.
La puerta fue
entreabierta desde el otro lado, uno de los rusos asomó la cabeza y elevó las
cejas como preguntándome qué necesitaba.
―Quiero pasar ―le
dije.
―No en este
momento ―respondió él y cerró la puerta.
Volví a golpear,
volvió a abrir, volví a pedirle que me dejara pasar, volvió a negarse y a
cerrar la puerta. Antes de que lo hiciera, pude ver, a través del pequeño
espacio que me concedía su cuerpo gigantesco, lo que estaba sucediendo al fondo
del hangar, en las proximidades del portón. Allí mi viejo le hacía entrega de
su regalo a mi hermana María Claudia, la que nació antes que yo y estaba
cumpliendo treinta y un años. Después, oí como le cantaban el feliz cumpleaños,
pero no pude participar.
No sabía con
exactitud qué era lo que estaba sucediendo, pero sentí la obligación de hacer
algo para enmendarlo. Lo primero que se me ocurrió fue averiguar quiénes habían
quedado del lado del muro en el que estaba yo. Había recorrido la mayor parte
del lugar sin encontrar a nadie y, cuando ya estaba resignándome a la idea de
que me habían dejado solo de este lado del muro, fui a buscar alimento y descanso
en el Pabellón Japonés y me encontré con ellos: sentados en torno a una pequeña
mesa los cuatro taxistas que habían sido mis socios hablaban como si estuvieran
ultimando los detalles de un plan maestro. Me acerqué y tomé asiento.
―¿Ustedes saben
qué es lo que está pasando? ―les pregunté.
―Problemas de
frontera, Natalio ―me dijo el taxista freudiano, que además de taxista es
escribano―. Los rusos le están sacando rédito al estado de borrachera en el que
viven todos. Empezaron robándole espacio a los demás pabellones hasta que
lograron apoderarse de toda la franja central. Entonces levantaron ese muro
para controlar el tráfico de gente y mercancías, generar dependencia y dominar
la escena mientras dure la celebración.
―Pero, ¿para
qué? ¿Qué sentido tiene tomar el control de un hangar de mala muerte durante
tres días ―les pregunté.
―Ambición de
poder ―me explicó el taxista abogado luego de comentarme que había hecho un
cursito de política internacional―. Estos tipos quedaron muy golpeados después
de la guerra fría y deben sentir que este hangar de naciones les brinda una
oportunidad inmejorable para reivindicarse como nación y comenzar a poner en
entredicho la historia.
Mientras éste hablaba,
el taxista abogado se puso de pie y pasó al otro lado del mostrador, donde
estaba la cocina. Daba la impresión de que estaba preparando varios platos a la
vez. El taxista contador desplegó un plano del lugar sobre la mesa y les habló
a los otros dos en términos de “redistribución territorial”.
―¿Qué están
tramando? ―les pergunté.
Fue entonces
cuando me contaron que habían diseñado un plan para restituir el orden de las
cosas. El taxista freudiano había confeccionado un perfil psicológico del
habitante ruso promedio contemplando las variantes que el hecho de haber
emigrado hacia un país como el argentino habría provocado. El taxista culinario
se había encargado de preparar un plato de cada una de las naciones
involucradas en el conflicto con el objetivo de que los rusos vieran con ojos más
amistosos a quienes consideraban sus adversarios. El taxista contador había
elaborado una propuesta para restituir su espacio a cada uno de los seis pabellones
originales. Una vez hecho esto, entre todos les cederían a los rusos un espacio
equivalente al de los otros seis. El taxista abogado, conocedor de los
protocolos internacionales en vigencia, sería el encargado de hacerle la oferta
a los rusos.
Luego de repasar
el plan, los cuatro se pusieron de pie y se colgaron del cuello los collares
que habían armado con sus propios taxímetros.
―Sincronicemos
relojes ―dijo el taxista abogado, y los cuatro activaron sus aparatos, que automáticamente
marcaron el costo de la bajada de bandera: once pesos―. Nos vemos en el portón
cuando nuestros taxímetros marquen veinticuatro con veinte.
―¡Esperen! ―les
dije.
―¿Qué pasa? ―me
preguntó el taxista abogado.
―¿No tienen un taxímetro
para mí?
―Sí, yo tengo
uno de más ―me dijo el taxista culinario― Andá a buscarlo si querés. Quedó allá
en el mostrador. Tené en cuenta que no fue actualizado después del último
aumento, así que, si querés participar, en lugar de veinticuatro con veinte, si
tu bajada de bandera es de nueve con ochenta, tendrías que encontrarnos cuando
tu reloj marque… No sé. Sacá la cuenta.
―¡Esperen! ―volví
a decirles.
―¿Qué querés
ahora? ―me preguntó el taxista freudiano.
―¿Qué pasa si la
negociación no prospera?
―Tenemos un
contacto en el otro lado ―me dijo.
―¿Quién? ―le
pregunté.
―Un detective privado
que se comprometió a reclutar a veinticinco conventilleros. Si no aceptan por
las buenas, cuando nuestros taxímetros marquen treinta y tres, vamos a dar la
orden de derribar el muro.
Si el contacto
era Luis Miguel, estábamos en buenas manos. Sabiendo eso, ya no hice preguntas,
los dejé marcharse y regresé a la mesa del Pabellón Japonés a tratar de
resolver el problema que se me había planteado: ¿a cuánto equivalía en mi
taxímetro desactualizado los veinticuatro pesos con veinte de un taxímetro
nuevo?
¡Ahora sí! ¡Estos son los muchachos que todos conocimos!
ResponderEliminarSé pierde el pelo, o una sociedad incluso, pero no las mañas.
EliminarSaludos!