Hoy me desperté
cantando “Historia de taxi”, de Ricardo Arjona. La canción funcionó como un
presagio, porque, unos minutos antes del mediodía, llegaron al hangar, para
sumarse a las celebraciones, mis primeros socios en el proyecto turístico “El
Pasea Porros”. Ahí estaban los cuatro: el taxista freudiano, que además de
taxista era escribano, el taxista contador, el taxista abogado y el taxista
chef internacional. Detrás de ellos ingresó Luis Miguel, socio mayoritario de
mi agencia de detectives privados y responsable del semanario barrial “La Tos
de la Recoleta”, y detrás de Luis Miguel, entraron, vestidas con su sexy
uniforme de trabajo, mis ex compañeras de trabajo en mi paso por la estación de
GNC. Carlitos Salvador, mi hermano, que cumplía veintisiete años ese mismo día,
se ilusionó con la idea de que eran desnudistas que mi viejo había contratado
para su cumpleaños, corrió en dirección a ellas, se paró entre ambas, las
abrazó y, aprovechando que su mujer estaba ayudando a preparar el almuerzo en
el Pabellón Neozelandés, le dio un beso en la boca a cada una.
El alboroto no
se hizo esperar, porque las chicas habían venido acompañadas por sus
respectivas parejas y familias. Borracho como estaba, invertí todas mis
energías en hacerles entender a esos dos señores que Carlitos Salvador también
estaba un poquito pasado de copas, que llevábamos varios días bebiendo y que
todo se había debido a un terrible malentendido. Afortunadamente, los rusos, a
quienes el alcohol parece no hacerles efecto, acudieron en mi ayuda y, con su
sola presencia intimidatoria, detuvieron la escalada de violencia antes de que
tuviéramos que lamentar consecuencias graves.
Al ver que todos,
los ciento treinta y un presentes, nos habíamos aglomerado en torno al portón,
mi viejo anunció allí mismo la entrega del regalo de Carlitos Salvador. Como de
costumbre, no se privó de aclarar que, si bien hacía entrega del obsequio en
nombre de toda la familia Gris, en realidad había sido él, y solamente él,
quien lo había pagado. El regalo era una corbata Armani que Carlitos Salvador
se ató a la cabeza, como si fuera una vincha.
Consumada la
entrega, y luego de haber cantado el feliz cumpleaños, nos dirigimos al
Pabellón Neozelandés con la intención de almorzar, porque Nicole Ridcliff, la
mujer oceánica de mi viejo, había anunciado que la mesa estaba dispuesta.
La concurrencia
había aumentado de manera exponencial en los últimos días y el Pabellón
Neozelandés había cedido la mitad de su espacio al flamante Pabellón Ruso. Sin
embargo, la suma de esos dos factores no era suficiente para justificar el que en
suelo Neozelandés no cupieran más de diez personas al mismo tiempo. El lugar se
había visto reducido a una vigésima parte de lo que había sido en su comienzo
y, para que todos tuviéramos la posibilidad de almorzar, tuvimos que hacerlo en
catorce turnos.
¿Qué había
sucedido? Al parecer, los rusos, en su desesperación por volver a posicionarse
a la vanguardia del mundo, estaban aprovechando su resistencia al alcohol y la
borrachera en la que estábamos sumidos todos los demás para ir conquistando el
territorio de los otros pabellones.
Todos
coincidimos en repudiar la acción, todos censuramos esa conducta infame, todos
convenimos que algo había que hacer, pero todos esperábamos que alguien más se
hiciera cargo, porque estábamos demasiado borrachos como para andar
preocupándonos por conflictos territoriales.
Casi irreconocibles los taxistas, Don Natalio. ¿También estarán borrachos?
ResponderEliminarNo lo sé, Fernando. Imagino que ellos seguirán siendo los mismos de siempre, pero mi borrachera debe haberme impedido prestarles atención.
EliminarSaludos!