Hoy me desperté
cantando “Santa Claus is coming to town”, versión de Frank Sinatra. Sobraban los
motivos para festejar, porque era Navidad y el mimo, disfrazado de Papá Noel,
había dejado regalos para todos los presentes. En alguno de sus bolsillos
llevaba un grabador que, de tanto en tanto, reproducía la tradicional frase “Jo,
jo, jo, feliz Navidad”. Además, mi viejo estaba cumpliendo sesenta años y el
día anterior había prometido tirar el hangar por la ventana. Bien tempranito a
la mañana, antes de que abriéramos nuestros obsequios, nos reunió a todos en el
Pabellón Japonés para comunicarnos, entre otras cosas, que él había sido quien
había comprado los obsequios de Navidad y que, para agasajarnos el día de su
cumpleaños, almorzaríamos un rico asado criollo en el Pabellón Argentino.
Sí, los motivos
de celebración sobraban, pero yo no estaba con ánimos suficientes como para
sumarme al jolgorio, en primer lugar porque Papá Noel me había dejado un sobre
dentro del cual había un billete de cinco dólares. Esto me sugería que, además
de quedarse con mi dinero, mi viejo ni siquiera se había tomado el trabajo de
elegirme un regalo, como sí había hecho con todos los demás. Hasta Igor había
recibido el suyo. En segundo lugar, había terminado el día de la Nochebuena
compartiendo un abrazo con la mujer a la que alguna vez amé. Esta mañana,
convencido de que ese abrazo había significado algo más que un gesto de
amistad, fui a invitarla a que dejara a Arnoldo y se viniera a vivir conmigo a
Rusia. La respuesta de Vicky fue negativa. Me dijo que lamentaba el haberme
confundido, que era cierto que se había sentido triste cuando supo de mi
partida, pero que ella era feliz en Argentina, con su viejo y con Arnoldo, y
que en el fondo la alegraba la noticia de mi viaje, porque quería que yo
también fuera feliz.
El desaire, el
alcohol que había bebido y el alcohol que seguiría bebiendo hicieron que cayera
en una borrachera triste. No podía contener las lágrimas. No podía dejar de
llorar. Uno por uno, me acerqué a todos mis hermanos y, entre lágrimas, recordé
con cada uno los momentos compartidos de la infancia. Después me acerqué a mis
medios hermanos y, con Samuel, mi primo Luján, de Luján, y el mimo oficiando de
traductores dependiendo del idioma original de los interlocutores de turno, les
dije a todos ellos que, aunque me fuera lejos, de algún modo nos las
arreglaríamos para recuperar el tiempo perdido.
Cerca del
mediodía, llamaron a comer. El olorcito a asado había conquistado los seis
pabellones. Comenzamos a sentarnos a la mesa, cuando, desde afuera, alguien golpeó
para que lo atendieran. Nando, Pascual, Baldomero y dos de los rusos acudieron
tras la indicación de mi viejo y, mancomunando sus esfuerzos, abrieron el
portón.
Héctor “Bicicleta”
Perales y su mujer, “La Mole Moni”, ingresaron al hangar sucedidos por otros veintitrés
inquilinos del conventillo. O se conocían de la época en la que mi viejo vivía
en el país o, por incidencia del mimo, se habían hecho amigos desde su vuelta,
porque mi viejo y Bicicleta se dieron uno de esos abrazos que sólo son capaces
de darse los amigos entrañables. El gesto me emocionó y, tal vez condicionado
por mi borrachera triste, me acerqué a ellos, me sumé al abrazo y me largué a
llorar. No pude quedarme a compartir el asado con ellos. Me ganaba la angustia
y sentí la necesidad de salir, de sentarme en el pasto, a la sombra, a mirar
los despegues y los aterrizajes y pensar en las despedidas, en la nostalgia de
la gente que vuelve, en la melancolía de los que se van.
Al principio me alegré al ver que había presentes para todos los presentes. Pero luego, me fui llenando de lágrimas junto con las tuyas, Don Natalio. Espero que puedas remontarla.
ResponderEliminarEsperemos, Fernando. Muchas gracias por empatizar conmigo.
EliminarSaludos!
Natalio no estés triste! Sos un hombre bueno, aunque bastante raro, tkm+
ResponderEliminarMuchas gracias, Anó, pero a veces la tristeza es inevitable.
ResponderEliminarSaludos!