Hoy me desperté
cantando “Noche de paz”, de Sumo. Aunque mi canción contaba con el aliciente de
permitir a quienes la oyeran el ir anticipándose a la magia de la Nochebuena, esta
vez nadie se acercó a escucharme. Quizá influyó el hecho de que estuviera tirado
en el piso del hangar, debajo de la pileta pelopincho, que había sido vaciada y
dada vuelta por alguien sobre mi humanidad. No recordaba cuáles habían sido las
circunstancias que me habían llevado a pasar la noche en esas condiciones (aún
no las recuerdo), pero supuse que el alcohol que había bebido durante los dos
últimos días bastaba para explicar tanto lo sucedido como así también el olvido
de lo sucedido.
Por la
inclinación del sol, cuyos rayos se filtraban por un pequeño tragaluz e
iluminaban el reloj de pared que tenía frente a mí, pude saber que eran las
cuatro menos diez de la tarde. Sin embargo, pronto caí en la cuenta de que
estaba en el Pabellón Alemán y, en consecuencia, el reloj que había visto
reflejaba no la hora argentina, sino la hora de Múnich. Acá, en nuestro suelo,
faltaban quince minutos para que fueran las doce del mediodía. Recorrí los
distintos pabellones con la esperanza de encontrar algo para desayunar, pero en
ninguno de ellos habían quedado restos; tampoco había personas. Todos los setenta
y ocho seres humanos con los que había compartido la cena de la noche anterior
estaban parados en torno al portón del hangar, que acababa de ser abierto. Me
aproximé a ellos y le pregunté a Samuel si sabía qué estaba sucediendo.
―Llegaron los
rusos ―me dijo―. Vienen a celebrar la Navidad con nosotros.
La falsa Lucrecia encabezaba
la formación que ingresó al lugar. La seguían Igor y su flamante esposa, y
otros nueve miembros de la banda. Afortunadamente, el jefe no estaba entre los
que habían venido.
Mi hermana, Sonia Isabel, la
que me sigue en edad, estaba cumpliendo veintiocho años y mi viejo propuso que
aprovecháramos que estábamos todos reunidos para cantarle el feliz cumpleaños.
Acto seguido, luego de aclarar que él había sido quien lo había pagado, le
entregó un obsequio de parte de toda la familia. Era un horno eléctrico.
Después de almorzar, los
ruso-ucranianos se ubicaron en la frontera que separaba el Pabellón Botswanés
del Pabellón Neozelandés y, haciendo gala de un gran dominio de las relaciones
internacionales, se apoderaron de la mitad de cada uno y convocaron a los
presentes para, en presencia de todos, invitar a mi viejo a hacer el corte de
cinta tras el cual el Pabellón Ruso-Ucraniano quedaría oficialmente inaugurado.
Como parte del acuerdo se comprometieron a preparar y albergar allí la cena de
la Nochebuena.
Habíamos terminado de comer.
Unos pocos minutos nos separaban de la Navidad. Sentado en una de las cabeceras,
mi viejo golpeó repetidamente la copa con el tenedor y se puso de pie dispuesto
a dirigir unas palabras a los otros noventa comensales.
―Queridísimos todos, iba a
cederle la palabra a un amigo ―dijo y poso la mano sobre el hombro del mimo,
que estaba sentado a uno de sus costados―, pero es un hombre de pocas palabras,
así que tendré que hablarles yo ―algunos de los presentes rieron
exageradamente, como para que se supiera que habían entendido el chiste―. Como
imaginarán, les hablo con la intención y el deseo de proponer un brindis. Quiero
que brindemos, en primer lugar, por mi hermosa familia y por el resurgimiento
de nuestras fiestas anuales; quiero que brindemos, además, por mi hija, la
Sonia Isabel, que cumple veintiocho añitos; brindemos también por la Navidad,
porque el espíritu de la celebración les permita, sin importar los dioses en
los que crean o el país del que provengan, sentirse parte de esta, Nuestra Gran
Familia Gris.
Cuando mi viejo terminó de
hablar, todos nos pusimos de pie y aplaudimos. Sus seis mujeres lo miraban con
ojos llorosos y embelesados; sus veinte hijos lo observábamos con admiración;
el resto le sonreía desde el agradecimiento, y Lucrecia, la falsa Lucrecia, que
estaba ubicada en un sitio cercano a la otra cabecera, se dejó arrastrar por el
fervor, se paró sobre la silla, alzó la copa y, en voz audible y clara, dijo:
―¡Brrrindemos también porrr
el señorrr Natalio, que el dos de enerrro se va a vivirrr a Rrrusia!
Faltaban pocos segundos para
la Navidad. Mi primo Luján, de Luján, Samuel, Nando, Arnoldo Jorge Negri, Julio,
Hernán, Pascual y Baldomero se habían embarcado en la inconducente tarea de
comparar las horas que mostraban sus relojes con la intención de llegar a un
acuerdo para el inicio inminente de la cuenta regresiva. Cuando gritaron “diez”,
Vicky, que por su ubicación cercana había oído el anuncio de Lucrecia, dio
media vuelta y comenzó a correr en dirección a la puerta del hangar. Los retrocontadores
gritaron el “nueve”. Era tan hermosa cuando corría. “Ocho”. La noticia de mi
partida la había entristecido. “Siete”. Entonces era evidente que sentía algo
por mí. “Seis”. Me largué a correr detrás de ella. “Cinco”. Quería alcanzarla,
detenerla, abrazarla, consolarla. “Cuatro”. Pero era imposible. Cada vez se
alejaba más. “Tres”. Debía reconocer que, al menos en el apartado físico,
Arnoldo Jorge Negri le había preparado un buen plan de entrenamiento. Vicky me
superaba tanto en velocidad como en resistencia. “Dos”. Se detuvo ante el
portón e intentó abrirlo, pero era demasiado pesado para que una mujer de su
peso consiguiera moverlo. “Uno”. La alcancé, la miré a los ojos, nos dimos un
abrazo y sentí, en el contacto de nuestras mejillas, la humedad salada de una
lagrima suya. “Cero”. ¡Feliz Navidad!
Qué momento más dulce! Amé
ResponderEliminarAmé o Anó?
EliminarSaludos!
Hay que reconocer, Don Natalio, que tu viejo estuvo bien esta vez en no dejar hablar al mimo.
ResponderEliminarPuede ser, Fernando, pero me cuesta reconocerle aciertos a un tipo que nos tiene acostumbrados a los yerros.
EliminarSaludos!