Hoy me desperté
cantando “No te animás a despegar”, de Charly García. Antes de partir rumbo a
Rusia debía dejar pago el curso de verano que haré a distancia, desde Moscú, en
la Casa de Rusia en Buenos Aires, con el objetivo de aprender el idioma del
país que, tan amablemente, me recibirá. Para efectuar el pago, necesitaba
dinero. Mi dinero había sido puesto, por mi viejo y de manera inconsulta, en un
plazo fijo que vencería el día de mi partida, el jueves dos de enero de dos mil
catorce. Supuse que como había actuado sin mi consentimiento, era suya la
obligación de conseguir el dinero de la inscripción al curso.
Conduje la
furgonetita hasta su casa, me atendió el mimo y me acompañó hasta la cocina,
donde mi viejo y Botswana Amarula, su mujer de los viernes, compartían un
tereré. El mimo me dejó con ellos, cerró desde adentro la puerta de la cocina y
salió al patio, donde había estado hasta el momento en el que yo había tocado
timbre, entreteniendo con sus juegos, trucos y malabares a mis medias hermanas botswanesas:
Laa Laa, Dipsy Nabila, Abba Po y Tinky Winky.
Luego de
saludarlos y recibir el tereré que Botswana me ofrecía, le comuniqué a mi padre
el motivo de mi visita.
―Justo me
agarrás sin un peso ―me dijo―. Si hubieras venido el miércoles me habrías
agarrado con plata encima.
Ni por una razón
de fuerza mayor volvería a visitarlo un miércoles, porque ese era el día en el
que mi viejo estaba con mi vieja y no quería vivir otro episodio como el de la
última vez, cuando me dejaron solo con el mimo, se encerraron en el dormitorio
y mi viejo tomó la pastillita azul. Iba a decírselo, pero no estaba seguro de
cómo reaccionaría Botswana si hablaba de alguna de las otras delante de ella,
así que opté por preguntarle a mi padre ¿por qué razón dos días atrás tenía un
dinero que ahora no tenía?
―Porque lo necesitaba
para señar un hangar ―me respondió―. ¡Compré un hangar en Ezeiza para que
vivamos allá, todos juntos!
―¿Un hangar? ¿Cuánto
te costó? ―le pregunté asombrado.
―Por ahora
solamente pagué la seña. Treinta mil dólares ―me dijo.
―¿Y de dónde
sacaste treinta mil dólares? ―le pregunté temiendo que fueran parte del dinero
que yo le había dado para que me lo guarde.
―Los ahorros de
una vida, Natalio. Los ahorros de una vida ―dijo en un tono patético.
―¡Ah! ¿Ya te
dieron la llave? ¿Cuándo lo podés habitar?
―Ya mismo ―respondió―.
Mañana vamos a hacer la mudanza. Justo en un rato iba a ir a tu casa para
contarte esto y para pedirte a vos y a tus amigos que nos ayudaran. No
solamente ustedes; tu furgonetita puede ser de gran utilidad.
―¿Mañana…? ¿Mañana…?
Dejame pensar… Sí, mañana no hay problema. Pero, ¿por qué el apuro de mudarse
tan pronto? ―le pregunté.
―En primer lugar ―comenzó a decir y se acercó a
mí para que Botswana no pudiera oírlo―, porque ya no soporto esto de pasar un
día con cada una de mis mujeres. Como me esperan durante toda la semana, se
sienten con derecho a hacerme todo tipo de reclamos y demandas. Pero,
principalmente, porque se me ocurrió la idea de que usemos el hangar para
celebrar ahí la Fiesta Anual de los Gris. Ya hablé con tus hermanos y con tu
madre. Todos estuvieron de acuerdo. Solamente me faltaba avisarte a vos.
¡Un hangar en Ezeiza para pasar las fiestas! A veces es ocurrente, tu viejo, Don Natalio
ResponderEliminarSí, sobre todo cuando se le ocurre irse a la mierda.
EliminarPerdón por el exabrupto, Fernando. Me dejé llevar.
Saludos!
No hay problema, de casualidad descubrios días pasados que somos adultos, y entre adultos estas cosas se entienden, Don Natalio.
EliminarPero que no se vuelva a repetir, por favor.
Haré todo lo posible.
EliminarSaludos!
Un hangar en Ezeiza, patéticamente caluroso...
ResponderEliminarNo te preocupes, Anó. Tenemos aire condicionado... Condicionado por la temperatura que haga y la cantidad de gente que haya en el hangar.
EliminarSaludos!