Hoy me desperté cantando
“El estudiante”, de Los Twist. Tan desesperado estaba por encontrar un motivo
para no irme del país que estaba dispuesto a atender las sugerencias que en
clave de canción me da el dj en mi cabeza. Hay quienes sostienen que los
verdaderos amigos son aquellos que se tuvo en la infancia. Yo no era un chico
muy popular en la escuela primaria, pero sí tuve un amigo, un verdadero amigo,
con quien compartí banco desde primer a séptimo grado, todos los días, todos
los recreos, siempre juntos.
Se llamaba ―y
supongo que así seguirá llamándose― Rodolfo Pérez Constantín González Gutierrez
Gomez Epuyén Robles Sanabria. Sí, los padres lo habían anotado con los
apellidos de los ocho bisabuelos. Para no perder tanto tiempo en la tarea de
tomar lista, las maestras lo llamaban “Rodolfito”.
Por algún
motivo, pensé que el hecho de reencontrarme con mi primer amigo me ayudaría a
tomar una decisión respecto a mi futuro; que ver a Rodolfito me permitiría
pensar con claridad y determinar si me convenía quedarme en Argentina o partir
con destino a tierras rusas.
Teniendo tantos
apellidos, no me fue difícil encontrarlo. Lo llamé y, después de decirle quién
era, lo invité a una confitería, pero me dijo que mejor fuera a su oficina. Eso
hice. Trabajaba en el piso veinticuatro de un edificio ubicado en el centro de
la ciudad. La ubicación y el tráfico hicieron que tuviera que estacionar mi
furgonetita Volkswagen a más de diez cuadras del lugar. Después, caminé hasta
la dirección que mi amigo me había pasado, me anuncié en recepción, donde me
hicieron completar una planilla de doce páginas, me pidieron mi documento y
tomaron una muestra de mis huellas digitales. Sólo entonces me dejaron subir.
El ascensor era
grande, lento y se detenía en todos los pisos. Hartó de estar ahí, bajé en el
piso veintidós y subí los últimos dos por escalera. Allí me recibió una
secretaria que me invitó a sentarme y a esperar. Cuarenta minutos
transcurrieron hasta que mi amigo se dignó a recibirme. Su oficina era
gigantesca y tenía un ventanal amplísimo a través del cual se podía ver más de
media ciudad.
―¡Rodolfito!
¿Cómo andás? ¡Tanto tiempo! ―le dije y me acerqué con la intención de
abrazarlo.
Sin embargo, él,
que vestía un traje sumamente elegante, con un mismo gesto de una de sus manos
me detuvo y me invitó a sentarme.
―“Rodolfito”.
Hace tanto tiempo que nadie me decía “Rodolfito” ―me dijo―. Si querés, podés
decirme “Fito”, o “Rodol”, o “Dolfo”, o “Dolfito”, o podés seguir llamándome “Rodolfito”.
Sobre el
escritorio tenía un portarretratos que enmarcaba una foto en la que él posaba
junto a una Ferrari con una nena en brazos y junto a una mujer con aspecto de
modelo.
―¿Es tuya? ―le
pregunté señalando la foto.
―Sí ―respondió
él―. Modelo 2012, no hace nada de ruido, no gasta mucho y anda todo el día a
dos mil por hora. ¡Es una bendición!
Nunca supe si
estaba hablando de la Ferrari o de la hija, pero ya no me importaba. Aquel
había dejado de ser el niño inocente con el que había compartido banco durante
siete años. Tres media hora de conversación inventé una excusa para poder irme,
me despedí y abandoné su oficina. Me quedé con ganas de preguntarle si en lugar
de “Fito”, “Rodol”, “Dolfo”, “Dolfito” o “Rodolfito” no podía llamarlo “Pelotudo”
o “Pelo” o “Tudo” o “Lotudo”… Definitivamente, por él no iba a quedarme en el
país.
Yo siempre estuve en contra de reencontrarse con los amigos de la escuela primaria.
ResponderEliminarYo siempre estuve en contra de los amigos de la escuela primaria. En realidad, ellos siempre estuvieron en contra de mí.
EliminarSaludos!
Jajaja! Me quedo con PELOTUDO, sorry!
ResponderEliminarSabia elección, Anó. Un insulto fragmentado es como un espárrago sin queso gratinado.
EliminarSaludos!