jueves, 5 de diciembre de 2013

Día 339 - Los ocho bisabuelos

Hoy me desperté cantando “El estudiante”, de Los Twist. Tan desesperado estaba por encontrar un motivo para no irme del país que estaba dispuesto a atender las sugerencias que en clave de canción me da el dj en mi cabeza. Hay quienes sostienen que los verdaderos amigos son aquellos que se tuvo en la infancia. Yo no era un chico muy popular en la escuela primaria, pero sí tuve un amigo, un verdadero amigo, con quien compartí banco desde primer a séptimo grado, todos los días, todos los recreos, siempre juntos.
Se llamaba ―y supongo que así seguirá llamándose― Rodolfo Pérez Constantín González Gutierrez Gomez Epuyén Robles Sanabria. Sí, los padres lo habían anotado con los apellidos de los ocho bisabuelos. Para no perder tanto tiempo en la tarea de tomar lista, las maestras lo llamaban “Rodolfito”.
Por algún motivo, pensé que el hecho de reencontrarme con mi primer amigo me ayudaría a tomar una decisión respecto a mi futuro; que ver a Rodolfito me permitiría pensar con claridad y determinar si me convenía quedarme en Argentina o partir con destino a tierras rusas.

Teniendo tantos apellidos, no me fue difícil encontrarlo. Lo llamé y, después de decirle quién era, lo invité a una confitería, pero me dijo que mejor fuera a su oficina. Eso hice. Trabajaba en el piso veinticuatro de un edificio ubicado en el centro de la ciudad. La ubicación y el tráfico hicieron que tuviera que estacionar mi furgonetita Volkswagen a más de diez cuadras del lugar. Después, caminé hasta la dirección que mi amigo me había pasado, me anuncié en recepción, donde me hicieron completar una planilla de doce páginas, me pidieron mi documento y tomaron una muestra de mis huellas digitales. Sólo entonces me dejaron subir.
El ascensor era grande, lento y se detenía en todos los pisos. Hartó de estar ahí, bajé en el piso veintidós y subí los últimos dos por escalera. Allí me recibió una secretaria que me invitó a sentarme y a esperar. Cuarenta minutos transcurrieron hasta que mi amigo se dignó a recibirme. Su oficina era gigantesca y tenía un ventanal amplísimo a través del cual se podía ver más de media ciudad.
―¡Rodolfito! ¿Cómo andás? ¡Tanto tiempo! ―le dije y me acerqué con la intención de abrazarlo.
Sin embargo, él, que vestía un traje sumamente elegante, con un mismo gesto de una de sus manos me detuvo y me invitó a sentarme.
―“Rodolfito”. Hace tanto tiempo que nadie me decía “Rodolfito” ―me dijo―. Si querés, podés decirme “Fito”, o “Rodol”, o “Dolfo”, o “Dolfito”, o podés seguir llamándome “Rodolfito”.
Sobre el escritorio tenía un portarretratos que enmarcaba una foto en la que él posaba junto a una Ferrari con una nena en brazos y junto a una mujer con aspecto de modelo.
―¿Es tuya? ―le pregunté señalando la foto.
―Sí ―respondió él―. Modelo 2012, no hace nada de ruido, no gasta mucho y anda todo el día a dos mil por hora. ¡Es una bendición!

Nunca supe si estaba hablando de la Ferrari o de la hija, pero ya no me importaba. Aquel había dejado de ser el niño inocente con el que había compartido banco durante siete años. Tres media hora de conversación inventé una excusa para poder irme, me despedí y abandoné su oficina. Me quedé con ganas de preguntarle si en lugar de “Fito”, “Rodol”, “Dolfo”, “Dolfito” o “Rodolfito” no podía llamarlo “Pelotudo” o “Pelo” o “Tudo” o “Lotudo”… Definitivamente, por él no iba a quedarme en el país.

4 comentarios:

  1. Yo siempre estuve en contra de reencontrarse con los amigos de la escuela primaria.

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    1. Yo siempre estuve en contra de los amigos de la escuela primaria. En realidad, ellos siempre estuvieron en contra de mí.
      Saludos!

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  2. Jajaja! Me quedo con PELOTUDO, sorry!

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    1. Sabia elección, Anó. Un insulto fragmentado es como un espárrago sin queso gratinado.
      Saludos!

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