viernes, 15 de noviembre de 2013

Día 319 - Esa tramoya por demás deshonrosa

Hoy me desperté cantando “Yo no me sentaría en tu mesa”, de Los Fabulosos Cadillacs. Estaba nervioso, porque había llegado el día del pesaje de la pelea entre Vicky y la falsa Lucrecia. La ceremonia tendría lugar en la federación de boxeo y contaría con la asistencia de la prensa especializada y de algunas glorias del boxeo doméstico. Estaba a punto de cumplir uno de los grandes sueños de mi vida: el de hacerme sitio en la elite del pugilismo nacional, pero diversos factores me impedían disfrutar el momento.
En primer lugar, había llegado al punto deseado, sí, pero por el camino incorrecto. Sentía que debía estar en la esquina de Vicky y no en la de la falsa Lucrecia; en segundo lugar, estaba todo ese asunto de las apuestas y los ruso-ucranianos presionándome para que persuadiera a Vicky de caer noqueada en el séptimo asalto y obligándome a invertir diez mil pesos de mi fortuna personal ―que ascendía a poco más de diez mil pesos― en esa tramoya por demás deshonrosa.

En el restorán-gimnasio de mis amigos rusos la falsa Lucrecia, por primera vez desde que me había llevado a conocer el lugar, no estaba entrenando. Sentada en soledad en la mesa reservada para el jefe, comía con voracidad mientras desde la cocina le acercaban, uno tras otro, platos y más platos ricos en calorías. Creí identificar una buena ración de borshch, un stroganoff, unos pelmeni con smetana y una porción abundante de golubzi.
―¿Qué estás haciendo? ―le pregunté y me senté en la silla de al lado.
―Ganando peso ―dijo entre un bocado y otro.
―¡Pero…! ¿Quién autorizó eso? ¿Quién dio esa indicación? ―le pregunté alarmado.
―Yo di la indicación ―dijo alguien detrás de mí―. Lo que yo me pregunto es ¿quién te autorizó a sentarte en mi mesa?
Era el jefe. Me puse de pie de inmediato y traté de ensayar una disculpa, pero no hizo falta. Por suerte, estaba de buen humor.
―No importa ―dijo―, mientras no se repita. Ahora necesito que me hagas un favor. En este bolso hay treinta mil dólares. Apuéstalos, junto con tus diez mil pesos, en favor de la victoria de Lucrecia, por nocaut en el séptimo round, y asegúrate de que así suceda.
No tuve más remedio que tomar el bolso e irme. Me llamó la atención que un ruso con actitudes nacionalistas manejara sus finanzas en dólares, pero bueno, los tiempos cambiaron desde la guerra fría.
Manejé la furgonetita hasta la cuadra siguiente, estacioné delante de un camión y conté el dinero. Efectivamente, tenía en mi poder treinta mil dólares y diez mil pesos. Una gran suma conlleva una gran responsabilidad. Yo lo sabía y debía tomar una decisión. ¿Qué iba a hacer? ¿Iba a apostar a favor de Lucrecia? ¿Iba a apostar por la victoria de Vicky? ¿No apostaría y me quedaría con el dinero? ¿Qué sucedería entonces si la falsa Lucrecia triunfaba con un nocaut en el séptimo round? ¿Cómo me las arreglaría para rendirle cuentas al jefe de los rusos? ¿Y si ese no era el resultado de la pelea? ¿Cómo se suponía que les haría entender que no había podido convencer a Vicky de que se dejara perder?

Luego de pensarlo durante un buen rato, hice lo que tenía que hacer y, después de eso, asistí al pesaje. Ambas boxeadoras pasaron correctamente por la balanza. Eso significa una sola cosa: que mañana será un día repleto de definiciones trascendentales.

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