lunes, 11 de noviembre de 2013

Día 315 - El artefacto giratorio

Hoy me desperté cantando “Adela en el carrousel”, de Charly García. A falta de cincuenta días para el día previo a mi cumpleaños número treinta no me atrevería a afirmar que he conseguido desactivar la crisis, pero sí puedo decir que tal vez, finalmente, haya dado un primer paso certero en el camino de su desactivación. Hoy desperté, por primera vez, siendo socio minoritario de una agencia de detectives privados. ¿Cómo lo conseguí? Cumpliendo con el requisito que para ello habíamos convenido con Luis Miguel: encontrar a Óscar Casabache y regresarlo a su hogar antes de la medianoche del día de ayer.
Ni bien Luis Miguel me comunicó que había desaparecido, supe, por obra y gracia de eso que algunos identifican como intuición y otros reconocen como un pálpito, que lo encontraría en la calesita de la Plaza Almagro. Sin embargo, no todo fue tan sencillo como mi relato invita a presuponer.

Antes de dejarme conducir por el instinto, conduje hasta el monoambiente y me puse el sombrero y el sobretodo. Si iba a convertirme en un detective, iba a hacerlo vestido como uno, a pesar del ridículo al que expondría mi imagen. Para combatir el calor, me dejé el calzoncillo puesto y me quité el resto de la ropa, de modo que sólo la tela del sobretodo separara mi piel del contacto del aire. Entonces sí, partí con mi ilusión a cuestas rumbo a la Plaza Almagro.
Sabía que era una cuestión de tiempo, que tarde o temprano Casabache entraría al corralito en el que estaba emplazada la calesita, compraría un boleto y montaría su caballo celeste. Después de comprarme un copo de azúcar mediante el cual pretendía cubrir mi rostro, me senté en el banco circular que, a dos metros de distancia, remedaba la circunferencia del carrusel; me senté a esperar a que Óscar llegara. Transcurrieron las horas, me comí uno a uno siete copos de azúcar, sonaron hasta el hartazgo las canciones de Panam, Piñón Fijo, Caramelito, Flavia Palmiero y Ricardo Montaner, hasta que, a eso de las nueve de la noche el encargado del artefacto giratorio me pidió, amablemente, que me fuera de ahí si no quería que llamara a la policía.
―Viejo amargado ―murmuré, deslicé el índice y el pulgar de una mano por el ala del sombrero y me marché de ahí. No podía resignarme a la idea de que mi intuición hubiera fallado y me quedé por ahí, mirando fijamente la calesita, sentado sobre los escalones del monumento central.
Eran las once y diez de la noche y estaba a punto de regresar a casa cuando una sombra espigada invadió con parsimonia los dominios de la luz de un farol. A lo lejos, aproximándose al corral de la calesita, pude divisar la figura inconfundible del bueno de Óscar Casabache. Aprovechando su altura y sin tomar demasiado impulso, pasó una pierna por encima de la reja, elevó el cuerpo, pasó la otra pierna, sacudió sus ropas sin demasiado ahínco, se acercó al caballo celeste y comenzó a acariciarle la cabeza.
Avanzando con una parsimonia digna del propio Óscar, me acerqué a las rejas y desde ahí pude ver cómo, una tras otra, varias lágrimas lentas corrían por la mejilla de ese pobre hombre. De haber contado con más tiempo, habría obrado con mayor consideración, pero, para convertirme en socio minoritario de Luis Miguel, para no sufrir un recorte en el monto de la recompensa, debía entregar a Casabache antes de la medianoche.
―¡Óscar! ―le grité.
Con suma parsimonia, Casabache detuvo la mano acariciadora y la dejó posada sobre la cabeza del animal de madera, giró el torso en mi dirección y me miró con ojos confundidos.
―¡Óscar! ―le repetí― Vení conmigo y no hagas preguntas.
―No me jodas. Me quiero quedar acá ―dijó él, pero sus palabras sonaban más como un lamento que como una conminación.
―Óscar ―le dije yo―, más te vale hacerme caso, porque si no…
―¿Si no qué? ―me preguntó. Ahora sí la suya era la expresión de un hombre desencajado.
―Si no le cuento a tu mujer en qué solés gastar la plata de las propinas.

Esa sola amenaza bastó para que Óscar volviera a ser la criatura dócil y pacífica que solía ser. Diez minutos antes de la medianoche entrábamos a su casa. La mujer estaba tan satisfecha con mi trabajo que, además de pagarme de inmediato, insistió e insistió hasta convencerme de que me sentara a tomar algo. El problema surgió cuando, olvidado del ardid que había empleado para combatir el calor, acepté su ofrecimiento de quitarme el sobretodo. Fue así como quedé en calzoncillos en medio de su sala; fue ese el motivo por el que fui expulsado de su casa como un degenerado.

4 comentarios:

  1. Siempre dicen que una de cal y una de arena

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    1. Una de cal y una de arena. ¿Cuál es la mala y cuál es la buena?
      Saludos!

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  2. Natalio, no es la primera vez que pecas de ingenuo y se te juzga mal.

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