Hoy me desperté cantando
“Adela en el carrousel”, de Charly García. A falta de cincuenta días para el
día previo a mi cumpleaños número treinta no me atrevería a afirmar que he
conseguido desactivar la crisis, pero sí puedo decir que tal vez, finalmente,
haya dado un primer paso certero en el camino de su desactivación. Hoy
desperté, por primera vez, siendo socio minoritario de una agencia de
detectives privados. ¿Cómo lo conseguí? Cumpliendo con el requisito que para
ello habíamos convenido con Luis Miguel: encontrar a Óscar Casabache y
regresarlo a su hogar antes de la medianoche del día de ayer.
Ni bien Luis
Miguel me comunicó que había desaparecido, supe, por obra y gracia de eso que
algunos identifican como intuición y otros reconocen como un pálpito, que lo
encontraría en la calesita de la Plaza Almagro. Sin embargo, no todo fue tan
sencillo como mi relato invita a presuponer.
Antes de dejarme
conducir por el instinto, conduje hasta el monoambiente y me puse el sombrero y
el sobretodo. Si iba a convertirme en un detective, iba a hacerlo vestido como
uno, a pesar del ridículo al que expondría mi imagen. Para combatir el calor,
me dejé el calzoncillo puesto y me quité el resto de la ropa, de modo que sólo
la tela del sobretodo separara mi piel del contacto del aire. Entonces sí,
partí con mi ilusión a cuestas rumbo a la Plaza Almagro.
Sabía que era
una cuestión de tiempo, que tarde o temprano Casabache entraría al corralito en
el que estaba emplazada la calesita, compraría un boleto y montaría su caballo
celeste. Después de comprarme un copo de azúcar mediante el cual pretendía
cubrir mi rostro, me senté en el banco circular que, a dos metros de distancia,
remedaba la circunferencia del carrusel; me senté a esperar a que Óscar
llegara. Transcurrieron las horas, me comí uno a uno siete copos de azúcar, sonaron
hasta el hartazgo las canciones de Panam, Piñón Fijo, Caramelito, Flavia
Palmiero y Ricardo Montaner, hasta que, a eso de las nueve de la noche el encargado
del artefacto giratorio me pidió, amablemente, que me fuera de ahí si no quería
que llamara a la policía.
―Viejo amargado ―murmuré,
deslicé el índice y el pulgar de una mano por el ala del sombrero y me marché
de ahí. No podía resignarme a la idea de que mi intuición hubiera fallado y me
quedé por ahí, mirando fijamente la calesita, sentado sobre los escalones del
monumento central.
Eran las once y
diez de la noche y estaba a punto de regresar a casa cuando una sombra espigada
invadió con parsimonia los dominios de la luz de un farol. A lo lejos,
aproximándose al corral de la calesita, pude divisar la figura inconfundible
del bueno de Óscar Casabache. Aprovechando su altura y sin tomar demasiado
impulso, pasó una pierna por encima de la reja, elevó el cuerpo, pasó la otra
pierna, sacudió sus ropas sin demasiado ahínco, se acercó al caballo celeste y
comenzó a acariciarle la cabeza.
Avanzando con
una parsimonia digna del propio Óscar, me acerqué a las rejas y desde ahí pude
ver cómo, una tras otra, varias lágrimas lentas corrían por la mejilla de ese
pobre hombre. De haber contado con más tiempo, habría obrado con mayor
consideración, pero, para convertirme en socio minoritario de Luis Miguel, para
no sufrir un recorte en el monto de la recompensa, debía entregar a Casabache
antes de la medianoche.
―¡Óscar! ―le
grité.
Con suma
parsimonia, Casabache detuvo la mano acariciadora y la dejó posada sobre la
cabeza del animal de madera, giró el torso en mi dirección y me miró con ojos
confundidos.
―¡Óscar! ―le
repetí― Vení conmigo y no hagas preguntas.
―No me jodas. Me
quiero quedar acá ―dijó él, pero sus palabras sonaban más como un lamento que
como una conminación.
―Óscar ―le dije
yo―, más te vale hacerme caso, porque si no…
―¿Si no qué? ―me
preguntó. Ahora sí la suya era la expresión de un hombre desencajado.
―Si no le cuento
a tu mujer en qué solés gastar la plata de las propinas.
Esa sola amenaza
bastó para que Óscar volviera a ser la criatura dócil y pacífica que solía ser.
Diez minutos antes de la medianoche entrábamos a su casa. La mujer estaba tan
satisfecha con mi trabajo que, además de pagarme de inmediato, insistió e
insistió hasta convencerme de que me sentara a tomar algo. El problema surgió
cuando, olvidado del ardid que había empleado para combatir el calor, acepté su
ofrecimiento de quitarme el sobretodo. Fue así como quedé en calzoncillos en
medio de su sala; fue ese el motivo por el que fui expulsado de su casa como un
degenerado.
Siempre dicen que una de cal y una de arena
ResponderEliminarUna de cal y una de arena. ¿Cuál es la mala y cuál es la buena?
EliminarSaludos!
Natalio, no es la primera vez que pecas de ingenuo y se te juzga mal.
ResponderEliminarMuchas gracias, Anó, por entender.
EliminarSaludos!