Hoy me desperté cantando
“Sólo le pido a Dios”, de León Gieco. La letra me sensibilizó y llegué al
restorán-gimnasio de los mafiosos rusos decidido a comunicarle a la falsa
Lucrecia que aquel sería nuestro último día de entrenamiento.
―¿Se trrrata de
una estrrrategia parrra que llegue descansada a la pelea? ―me preguntó.
―No ―le dije yo―.
Se trata de una cuestión de principios. No puedo seguir trabajando con una
persona que tiene lazos estrechos con la mafia rusa.
―¿Mafia rrrusa?
¿Porrr qué dice eso?
―¿Por qué lo
digo? ¡Lucrecia, acá murió una persona y nadie parece querer enterarse!
―¿Quién murió? ―me
preguntó alarmada.
Justo cuando iba
a decirle que no se hiciera la tonta, que bien sabía que Igor había caído en el
último operativo, cuando el mismísimo Igor ingresó al gimnasio proveniente de
la cocina. La lividez de su rostro me impresionó al punto de paralizarme. Aquel
no era Igor, sino el fantasma de Igor. El miedo me impidió alertar a Lucrecia.
Con la intención de vengarse, el fantasma se acercaba a ella desde atrás. Cuando
estuvo a medio paso de distancia, posó la mano sobre el hombro de mi pupila.
Pensé o que sus dedos espectrales atravesarían la carne de la falsa Lucrecia o
que, de producirse, el contacto más leve la fulminaría. Pero no fue así.
―Natasha ―dijo
él ni bien ella se dio vuelta.
―Igor ―dijo
ella.
Sus mejillas entraron
en contacto. Entonces pude comprobar, por los sedimentos que el beso ruso había
depositado en el rostro de mi pupila, que la palidez del rostro de Igor
correspondía a una fina capa de harina que, porque habría estado amasando,
cubría la piel de su cara. La alegría de verlo con vida me llevó a correr en
dirección a él. Tan alto era Igor, que tuve que dar un salto para poder
abrazarlo por encima de la línea de la cintura.
―¡Igorcito,
estás vivo, es un milagro! ―dije al borde de las lágrimas.
Igor me palmeó
la cabeza y parte de la harina que cubría su mano pasó a cubrir mi cabello.
―¿Qué fue todo
eso? ―me preguntó Lucrecia una vez que Igor siguió su camino.
Le conté lo que había sucedido el último jueves:
la excursión, los siete rusos, el galpón, el tiroteo, el regreso sin Igor. La
falsa Lucrecia soltó una risa estruendosa y auténtica. Supuse que la habría
desbordado la misma alegría que había sentido yo al enterarme que su amigo
estaba vivo, pero no. Luego de diez minutos de risas ininterrumpidas, me explicó
que Igor se casaría dentro de quince días y que lo que yo había presenciado era
parte del ritual ruso para despedir la soltería de un hombre, que lo que había
oído no habían sido tiros, sino la explosión de fuegos artificiales, porque los
rusos acostumbraban atar al futuro marido a un poste, vendarle los ojos y asustarlo
arrojándole petardos para que explotaran cerca de él.
Sí, definitivamente, el pueblo ruso era un pueblo inmaduro, pero, por lo menos, los amigos de la falsa Lucrecia no pertenecían a un grupo mafioso.
Bueno, supongo que podrías haberte levanto cantando el Fantasma de Canterville, también.
ResponderEliminarNo sé, Fernando. Son cosas que decide el dj en mi cabeza.
EliminarSaludos!
Natalio, tendrías que buscar a alguien que ajuste tus percepciones.
ResponderEliminarUn oculista quizá?
EliminarSaludos!