Hoy me desperté en
mi habitación de hospital cantando “Carcelero suéltame”, de Pepe Suero. Concluida
la canción, comí lo que encontré en la bandeja: una sustancia sosa y
descolorida como la de todas las comidas que me daban. Supe que se trataba del
desayuno por la fisonomía de los utensilios y porque la enfermera que la había
traído era la del turno mañana. La cama de al lado era ocupada por un nuevo
compañero de habitación que dormía plácidamente. Si bien era temprano para
saberlo, mi instinto detectivesco me decía que se trataba de un solitario que,
al igual que yo, no recibiría visitas. Tan solitario se me antojaba, que decidí
dejarlo solo y salí, con mi suero a cuestas, a recorrer los pasillos del
hospital con la intención de vigilar de cerca al médico cuya alimentación era
la clave del caso que me había encomendado Luis Miguel.
Fue la misión
más sencilla en lo que va de mi corta y exitosa carrera como asistente de
detective. Me llevó más tiempo encontrar al médico que hacerme una idea cabal
acerca de sus hábitos alimenticios. Era mediodía cuando lo vi. Vestido con un
largo delantal celeste, guantes de látex, gorro y barbijo, daba, en el interior
de un quirófano, instrucciones a un grupo de residentes que lo oían con
atención. Sobre la camilla de operaciones, un hombre pronto a ser intervenido
dormía el sueño de los anestesiados. De repente, entre una indicación y otra,
mientras con una mano señalaba vaya uno a saber qué parte del cuerpo de la
víctima, el médico al que debía investigar se valió de su otra mano para sacar
de uno de sus bolsillos un choripán envuelto en servilletas de papel. Se corrió
el barbijo, le dio un mordisco al sándwich, volvió a guardarlo en el bolsillo,
reacomodó el barbijo y, mientras masticaba, siguió impartiendo instrucciones a
sus subordinados.
Definitivamente,
nací para ser detective. Acarreando el perchero con ruedas del que colgaba el
suero conectado a mis venas, regresaba a mi dormitorio pensando que la próxima
vez que lo viera a Luis Miguel le pediría un aumento de los cero que cobraba
hasta ese momento a cien pesos por caso. De repente, una voz familiar me
distrajo de mis pensamientos sindicales. Giré y vi, en los confines del largo
pasillo, a Justicia Social, la cuarentona hija del candidato a la que había
conocido durante las últimas elecciones; hablaba con un médico. Aferrando el
perchero con ruedas con una de mis manos y tratando, con la otra, de peinarme
un poco y mantener cerrada, al mismo tiempo, la delgada bata de papel que me
separaba del nudismo, avancé unos pasos en dirección a ella y comencé a gritar:
—¡Justicia! ¡Justicia!
¡Justicia Social!
Tres guardias de
seguridad me rodearon de manera inmediata y, tras arrojarme al piso y
esposarme, me llevaron a una oficinita oscura en el segundo subsuelo. Ninguno de
los tres dio crédito a mis explicaciones; tampoco el administrativo del segundo
subsuelo estuvo dispuesto a creer que estuviera llamando a una mujer cuyo
nombre fuera Justicia Social.
Los disturbios que ameritarían su expulsión —decía un fragmento del comunicado que me leyó— son a su vez, a causa del vigor manifestado,
prueba suficiente de que el paciente Gris, Natalio está en condiciones de
recibir el alta. Su salida del hospital se producirá de manera inmediata y será
rotulada como Alta Forzosa. Si bien, por tratarse de un establecimiento
público, la autoridad que suscribe no cuenta con la potestad necesaria para
aplicar el derecho de admisión sobre el paciente, se apela, con respeto y de
buen grado, a la buena voluntad del mismo rogándole que acepte la invitación a
no volver a poner un pie dentro de este hospital.
Me quitaron las esposas para que firmara el
papel, guardé la copia que me ofrecieron y me fui, lamentándome por haber
estado tan cerca, y a la vez tan lejos, de reencontrarme con la Justicia
Social.
¡Qué falta de atropello, qué respeto a la razón!
ResponderEliminarEn un todo de acuerdo, Fernando. Una verdadera vergûenza.
EliminarSaludos!