Hoy me desperté cantando “El amarrete”, de Ricky Maravilla. Me levanté, me afeité, me bañé, me vestí y,
antes de salir a la calle, me puse el sombrero y el sobretodo que, pensando en
la ocasión, había rescatado del fondo del ropero. Eran las doce y cuarenta y
cinco del mediodía cuando me senté en una mesa del bar “La Perinola”. Eran las
doce y cuarenta y ocho cuando el mozo me dijo que si no iba a consumir nada no
podía quedarme ahí. Me paré de inmediato y me fui a la vereda. ¿Qué iba a
hacer? No tenía dinero y Luis Miguel no estaba ahí para que le reclamara los viáticos.
Me había asignado a mí la investigación del bar y, aprovechando la ausencia de
Óscar Casabache, había ido a hacerle una visita a Gladys Forivonti para, según
me había dicho, hablar un poco acerca del caso.
A los pocos minutos de estar
mirando, con la ñata pegada al vidrio, el interior del bar, un tipo muy alto,
un tanto encorvado y taciturno entró al lugar, ocupó una mesa apartada de la
puerta y, sin que le tomaran ningún pedido, recibió, por parte del mozo, una
lágrima, un tostado y un exprimido de naranja. Casabache agradeció ensayando
una sonrisa cargada de melancolía, le puso azúcar a la lágrima, revolvió y la
tomó lentamente. Después, mientras leía el diario, comió el tostado y bebió el
jugo de naranja. Pagó con cincuenta pesos. El mozo le dejó el vuelto en
monedas. Él las guardó en uno de los bolsillos de su pantalón y caminó bar
afuera.
La sospecha de su mujer
estaba fundada. Óscar Casabache no había dejado propina; se había llevado los
tres pesos consigo. Debía seguirlo y averiguar qué haría con el dinero.
Sin pausa, pero sin ninguna
prisa, Casabache demoró veintisiete minutos en recorrer las nueve cuadras que
nos separaban de la plaza Almagro. Andando a paso cansino avanzó por una de las
diagonales que la atravesaban, rodeó el monumento central, ingresó al corral en
el que estaba emplazada la calesita, compró un boleto, esperó a que se
detuviera y se subió a uno de los caballos celestes. Aunque sus pies llegaban
al piso, de todos modos se ajustó el seguro. Ni bien echaron a andar la
calesita y comenzó a sonar la música, la tristeza abandonó su rostro. Montado sobre
su caballo celeste, Casabache reía con ganas, era un canto a la felicidad. Quizá
por eso el calesitero le ofrecía la sortija con la promesa tácita de no
complicarle la captura. Pero Óscar no lo registraba; ni siquiera intentaba
agarrarla. Disfrutaba de tal manera la vuelta que estaba dando, que no quería
pensar en vueltas futuras.
Cuando la calesita se detuvo
y la música cesó, la expresión de su rostro recuperó el aire circunspecto que
la caracterizaba. Moviéndose con suma lentitud, se quitó el seguro, se desmontó
del caballo y abandonó la plaza. Yo caminaba detrás de él dispuesto a no
perderle pisada. Sin embargo, antes de llegar a la esquina divisé a mi padre,
que estaba sentado en un banco lejano junto a una mujer rubia de gran tamaño.
Unos días atrás lo había visto con Botswana Amarula, su mujer africana. ¿Sería
esta rubia Gretchen Shutcrut, su mujer alemana, o estaría cometiendo un acto de
infidelidad contra sus seis esposas? No podía quedarme a averiguarlo, porque
debía seguir al bueno de Casabache. Por fortuna, Óscar caminaba a paso lento y
no me demoré más de dos cuadras en darle alcance. Las dudas y la tristeza
parecían ganarlo a medida que se aproximaba a su casa, pero, tras dudar un buen
rato frente a la puerta, lanzó un suspiro y entró. En seguida sentí una mano
sobre mi hombro. Era Luis Miguel y tenía el cabello mojado, como si acabara de
bañarse.
―¿Y? ―me preguntó― ¿Qué
averiguaste? ¿Da propinas o no?
¿Al bar "La Perinola" va aquel que se "toma todo"?
ResponderEliminarDicen que es así, Fernando, porque tiene muy buenos precios.
EliminarSaludos!