Hoy me desperté cantando “Mochileros”,
de Raly Barrionuevo. De inmediato pensé en Samuel y en mi primo Luján, de
Luján, que se fueron hace como diez días, en una aventura de mochileros con
destino en la localidad de Luján. Me preocupaba sobremanera el que no hubieran
vuelto. ¿Cuánto había para hacer en Luján? ¿Cuánto tiempo podían estar ahí
antes de aburrirse y regresar? Tuve el presentimiento de que algo les había
sucedido y decidí ir a buscarlos.
Pensé que, si algo les había
sucedido, probablemente necesitara refuerzos, por lo que le pedí a mi viejo que
me acompañara. Él aceptó gustoso y, además, por si la situación requería de
mayor apoyo, le pidió al mimo que nos acompañara. Los pasé a buscar y, por
primera vez en muchísimos años, lo vi a mi viejo con la cara pintada. Los dos
se habían vestido con ropas similares, alternando los colores. El mimo vestía
un pantalón rojo y una camisa amarilla; mi viejo usaba, en cambio, un pantalón
amarillo y una camisa roja.
—¿Qué hacen así vestidos? —les
pregunté.
—Es para pasar
desapercibidos —dijo mi viejo.
—¿Desapercibidos? ¿Pinturrajeados
como están y usando esa ropa llamativa piensan pasar desapercibidos?
—Sí, porque trajimos estos
bolos y la gente va a pensar que somos malabaristas. Que es, en definitiva, lo
que somos. Pero si la cosa se pusiera pesada podríamos usarlos como elementos
de defensa personal y ataque. Ambos le podemos dar con suma precisión a
cualquier blanco, siempre y cuando se encuentre a una distancia no superior a
los veinticuatro metros —me explicó.
Sus argumentos me parecieron
convincentes.
Llegamos y estacioné cerca
de la Basílica de Nuestra Señora de Luján, porque supuse que esa sería la mejor
zona para encontrar a dos turistas extraviados. Sin embargo, tras recorrer
todos y cada uno de los rincones en diez cuadras a la redonda, no hallé ni un
solo rastro que me ofreciera indicios del posible paradero de mis compañeros.
Como no se me había ocurrido llevar una foto de ninguno de ellos, comencé a
preguntarle a la gente del lugar, a los encargados de los comercios y a
cualquier transeúnte si en el transcurso de los últimos diez días habían
hablado con un sujeto que evitaba pronunciar palabras que contuvieran la letra “p”.
La mayoría de las personas no me tomó en serio y los pocos que daban crédito a
mi pregunta no recordaban haber tenido el gusto de dialogar con Samuel. Resignado,
con el sol declinando hacia el poniente, regresé al lugar en el que mi viejo y
el mimo se habían ubicado para desarrollar su numerito. Era maravilloso verlos
trabajar en conjunto. Con pericia de artistas de circo chino se pasaban una
cantidad inconmensurable de bolos, que iban y volvían a toda velocidad de las
manos de uno a las manos del otro. Entre ellos, apoyadas sobre la vereda,
habían dejado dos gorras amplias que estaban repletas de billetes de dos, diez,
veinte, cincuenta y hasta cien pesos. Había, incluso, algún que otro billetito
verde.
Les informé que partiríamos
en menos de cinco minutos. Se detuvieron. Antes de dispersarse, la multitud apostada
en torno a ellos se prodigó en un aplauso sumamente efusivo. Ya estaba pensando
en las cosas que haría con mi parte del dinero, pero mi viejo tomó ambas
gorras, lanzó al mimo una mirada a la que el otro respondió con un gesto aprobatorio,
caminó hasta la Basílica, entró y volvió a salir a los pocos segundos con una
gorra calzada en la cabeza y cargando la otra, vacía de billetes, en una de sus
manos.
¡La puta madre! ¡Acababa de
donar todo el dinero que habían ganado! Por lo menos podría haberse quedado con
algún billetito de los verdes para cubrir el gasto de peajes y el GNC de la
furgonetita. Si sobraba algo, podríamos haberlo usado para contratar a Luis
Miguel para que se ocupara de encontrar a mi primo Luján, de Luján, y a su
amigo Samuel, el hombre carente de “p”.
Dicen que la caridad empieza en casa.... ¿será esta la casa del mimo y de tu viejo, entonces?
ResponderEliminarNo sé, Fernando, pero mi viejo de casa se borró, así que lo dudo.
EliminarSaludos!