Hoy me desperté cantando “Arroz con leche”, canción infantil que ya es parte de la memoria colectiva. No sé
quién es su autor y no quise buscarlo en internet porque cualquier actividad
relacionada con el primer alimento chino hace que sienta que los granos
consumidos durante toda la semana salen por mi nariz. Tal como tenía pensado,
le pedí a mi primo Luján, de Luján, que me preparara una milanesa napolitana
con puré de papas. Estaba exquisita. Fue el mejor almuerzo en años.
Me da la impresión de que mi
ausencia les hizo muy bien a mi primo y a Samuel, no porque tengan algún
inconveniente conmigo, sino porque pudieron pasar mucho tiempo a solas. Es
indudable que su relación se fortaleció y no paran de ofrecerse miradas y
sonrisas cargadas de cariño y complicidad. Ahora que recuperé a mi viejo no me
molesta que ellos sean los mejores amigos. Estoy preparado para cumplir un rol
complementario y ser amigo de ambos.
Más allá de todo lo bueno
que estaba sucediendo en mi vida, no olvidaba que tenía un asunto pendiente con
el mimo. Él se hacía el amigo de mi viejo, pero estos últimos meses anteriores
a su reaparición no había hecho más que tratar de seducir a mi vieja y hasta
temía que hubiera tenido éxito. No sabía si mi viejo no lo veía o no quería
verlo. Fuera como fuera, yo me iba a encargar de mostrarle la verdad, por más
duro que resultara.
Si bien había llovido
durante todo el día, era veintiuno de septiembre, día de la primavera, por lo
que, salvo que hubiera un tsunami, el mimo iba a estar en la plaza. El viaje
hasta allá fue peligroso porque llovía y a mi furgonetita no le funcionaba el
limpiaparabrisas. De todos modos, me las arreglé para llegar.
El panorama era desolador. A
excepción del mimo y de otro hombre que lo acompañaba, no había un alma en todo
el predio. Caminando bajo la lluvia, me aproximé a ellos. El hombre que
acompañaba al mimo resultó ser mi viejo y juntos llevaban a cabo un ejercicio
de malabares con la solemnidad de quienes están actuando frente a un público
multitudinario. No pude tolerar que mi viejo fuera tan ingenuo, me interpuse
entre ambos mirando a mi padre a la cara y mostrándole la espalda al mimo y uno
de los elementos que se arrojaban rebotó en mi nuca e hizo que me hincara sobre
el pasto mojado.
—¡No puedo entender, viejo
—le dije, a los gritos porque el viento y la lluvia dificultaban la audición—,
qué carajo hacés acá con este tipo que mientras no estabas se quiso levantar a
la vieja!
—¡No seas ingrato, Natalio!
—me respondió él, también gritando— ¡Lo único que hizo este hombre fue ser leal
a mí!
—¿Sí? Entonces ¿por qué
pasaba las noches en casa y los fines de semana con la vieja?
—¡Porque me estaba
cubriendo! ¡Por qué no queríamos que ni vos ni tus hermanos supieran que yo
había regresado! ¡No te preocupes por mí! ¡Cuando encuentres un verdadero amigo
vas a entender!
—Tengo. Tengo un montón —le
dije, pero hablando en voz baja, porque ni yo creía en mis propias palabras.
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