Hoy me desperté metido en un
disfraz de oso, sentado en un rincón de una habitación de la casa en la que se
suponía que mantenían cautiva a mi madre, cantando “La reina Batata”, de María
Elena Walsh. Afortunadamente, no fue una noche calurosa, porque de haberlo sido
habría sudado como un esquimal en la República de Mali. En la posición en la
que me habían dejado, con la cabeza inclinada hacia el piso, veía toda la
superficie de la habitación, pero sólo hasta el metro de altura. Era un
dormitorio y sobre la cama una mujer y un hombre parecían estar durmiendo
abrazados.
Cuando comencé a cantar, la
mujer despertó, se puso de pie y caminó hasta donde yo estaba.
—¡Nicandro, esta cosa canta!
—dijo.
Aquella era la voz de mi
madre. Nicandro era el nombre de mi padre… Nicandro Eusebio Gris. Entonces, ¡era
cierto! Mi viejo había regresado y mi vieja estaba ahí no en condición de
rehén, sino como… eh… ¿en condición de qué? Aproveché el hecho de que me
consideraran un peluche cantor para mudar mi cuerpo a una posición más cómoda y
decidí no salir del disfraz para tener la posibilidad de estudiarlos un poco
antes de que supieran que estaba ahí. Sin embargo, bastó que mis padres
comenzaran a besarse y que mi padre insinuara que le quitaría a la ropa para
que yo diera un salto y comenzara a gritar que se detuvieran. Fue tal el susto
que se llevó mi vieja que mi viejo se puso de pie, corrió hacia mí y me propinó
un trompadón que, de no haber sido por el disfraz, me habría puesto a dormir.
Sí, tras más de quince años de ausencia, mi padre había vuelto y lo primero que
había hecho había sido golpearme.
—¡Pará!, ¡pará! —le dije y descubrí
mi rostro quitándome la cabeza del peluche— ¡Soy Natalio, tu quinto hijo!
—Natalio, ¿qué hacés acá? —preguntó
mi vieja— ¿Qué hacés escondido adentro de un peluche?
—Tenía sobrados motivos para
sospechar que habías sido secuestrada y vine a rescatarte, pero veo que no te
hace falta. Me parece que el que tiene que preguntar “¿qué hacen ustedes en
esta casa?” soy yo. ¿Qué hacen?
Mi viejo no decía una sola
palabra, tan sólo me miraba con la boca entreabierta.
—¿Cómo que qué hacemos? —dijo
mi madre— Somos un hombre y una mujer con hijos en común y un pasado juntos.
Nos encontramos después de muchos años de extrañarnos y no pudimos ni quisimos
reprimir el impulso de…
—Suficiente para mí —dije
para interrumpirla.
Estreché la mano de mi padre
y me fui de ahí sin saludar a mi vieja. Estaba un poco repugnado por haber
presenciado el comienzo de un espectáculo cuyo desarrollo prefería no imaginar
y un poco ofendido porque la muy turra no me había avisado que mi viejo había
regresado a la ciudad.
Bueno, si la partida de tu viejo fue un duro golpe, no lo es menos su regreso.
ResponderEliminarNo todos pueden ser tan coherentes con los hechos importantes de la vida, Don Natalio
La vida es puro golpe al final. A veces siento que soy uno de esos topos a los que les dan con el martillo ni bien asoman la cabeza.
EliminarSaludos!