viernes, 6 de septiembre de 2013

Día 249 - Lola, Berta y el Mudo

Hoy me desperté cantando “Todo vuelve”, de Axel. Me levanté de la cama penando que si fuera verdad eso de que todo vuelve, mi viejo habría vuelto, y sin embargo… De repente recordé que el último lunes Luis Miguel me había llamado porque tenía novedades respecto al paradero de mi padre y decidí hacerle una visita sorpresa. Antes de que me fuera, Vicky me detuvo porque necesitaba hablar, tenía algo para decirme.
—¿Sabías que Samuel es ratero? —le pregunté con la esperanza de distraerla.
—¿Cómo que es ratero? —me preguntó.
—Sí, el mejor ratero de la ciudad —le dije y aproveché su desconcierto para abandonar el monoambiente antes de que pudiera comunicarme que nuestra relación se había terminado.

Luego de manejar mi furgonetita Volkswagen durante varios minutos, estacioné frente a la puerta del semanario barrial “La Tos de la Recoleta”. Esta vez la puerta no estaba abierta. Golpeé en reiteradas oportunidades, pero nadie atendió. Llamé al celular de Luis Miguel pero interrumpí el llamado, porque creí oír un ruido dentro de las oficinas. O había sido un producto de mi imaginación o el ruido se había detenido ni bien había cortado el teléfono. Volví a llamar y, automáticamente, volví a escuchar el mismo ruido. Interrumpí el llamado y el ruido se detuvo. A la décima repetición de la secuencia caí en la cuenta de que lo que estaba produciendo ese ruido extraño sería el teléfono de Luis Miguel. Por eso se detenía cuando yo interrumpía la llamada. ¿Qué iba a hacer? ¿Cómo se suponía que iba a encontrarlo si había olvidado su celular en la oficina? Justo cuando iba a darme por vencido y a dar unas vueltas por la ciudad para no regresar al monoambiente y evitar, así, que Vicky me comunicara el fin de nuestra relación, recibí un llamado. Era mi vieja y quería que pasara por su casa para hablar de negocios.
¿Mi vieja quería hablar? ¿Conmigo? ¿De negocios? La comunicación, el tono de su voz, las palabras que había utilizado, todo me generaba desconfianza, pero, a esa altura, cualquiera era una buena excusa para no volver al monoambiente. Manejé hasta su casa, golpeé la puerta y esperé a que atendiera. Me invitó a entrar, me convidó café y masas finas, me preguntó por mi vida…
—¿Cómo andan las cosas con esa noviecita tuya, Lola?
—Se llama Victoria, mamá —le dije.
—Pero ¿no le dicen Lola? —insistió.
—No. Le dicen Vicky.
—Y entonces, ¿quién es Lola?
—Cómo voy a saber, si vos dijiste Lola.
—Bueno, pero quizá vos conocías a alguna Lola.
—¿Lola? No, no conozco a ninguna Lola.
—¿Y tu ex?
—¿Cuál?
—¿Cómo que cuál? La única novia que tuviste, Natalio. Esa que cuando fuimos a la playa hacía parar a todos los negros que vendían joyas y los tenía como cuarenta minutos haciéndoles preguntas para terminar comprando nada. ¿No era Lola esa?
—No, mamá. Se llamaba Roberta y no era mi novia. Era mi acompañante terapéutica.
—Pero ¿no le decíamos Lola?
—No. Le decíamos Berta. ¿Me vas a decir para qué me hiciste venir hasta acá o vamos a seguir hablando de Berta y de Lola?
—Mirá, el Mudo y yo estamos por lanzar un nuevo emprendimiento y necesitamos gente de confianza —me dijo.
—¿El Mudo? ¿Quién carajo es el Mudo?
—¡El mimo! Le digo mudo cariñosamente.
—Olvidate. No cuenten conmigo. Yo no trabajo con traidores.
—Pero, ¿cómo? Si él trabaja con vos en esas excursiones para pervertidos que hacen vos y Lola.
—¡Son sadomasoquistas, no pervertidos, y mi novia no se llama Lola! Además, ahí “el Mudo” no trabaja conmigo, trabaja para mí. Chau, me voy, gracias por el café.
—¿Ni siquiera querés saber de qué se trata el negocio?

—Cuanto menos sepa, mejor. Otro día nos vemos.

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