Hoy me desperté cantando “Adicto a ti”, de Walter Olmos. Parece que el cuarteto no es el tipo de música que le
gusta a Vicky, porque esta vez, lejos de la emoción que la invadió el día que
le canté una de Luis Miguel, giró sobre la cama, me mostró la espalda y se
cubrió la cabeza con la almohada. Cerca del final de la canción, sonó mi
teléfono. Era mi vieja, que estaba súper enojada porque, según decía, mi
imprudencia y falta de tacto les había hecho perder un negocio de miles y miles
de dólares.
—¿A quién se le ocurre
hablarle de su Edipo, de la ausencia de su padre y de la menstruación de su
madre a un grupo de nenes de seis y siete años? —me preguntó.
—Mirá, hay una canción de
Arjona que…
—¡No te hagás el boludo,
Natalio! —me interrumpió.
—Así es el stand up, mamá.
Vos no entendés nada.
—¿Stand up? ¿Y quién te dijo
que tenías que hacer stand up, pelotudo? La gente de los barrios privados está
interconectada. Ahora no nos va a llamar nadie. ¡Nos hiciste perder la
oportunidad de nuestras vidas! —dijo, al borde del llanto.
—Bueno, tranquila, ya pasó,
algo se les va a ocurrir —le dije, tratando de consolarla—… Decime una cosa,
¿cuándo puedo pasar a buscar mi paga?
Mi vieja no respondió.
—Hola… ¡Hola! ¿Vieja?,
¿estás ahí?
Supuse que una falla en las
líneas habría interrumpido la comunicación y creí que mis sospechas se
confirmaban cuando, a los pocos segundos, mi teléfono volvió a sonar.
—Entonces, ¿cuándo puedo
pasar? —pregunté.
—¡Vení lo antes posible!
¡Quieren llevarse a los Pelotudos! —me respondió una voz desbordada por la
desesperación.
—Vos no sos mi mamá. ¿Quién
habla? —pregunté.
—¡Tu primo Luján, de Luján!
—me dijo— ¡Vení ya para acá! ¡Dale, apurate, que se van a llevar a los
Pelotudos!
—¿Quién se los va a llevar?
¿Por qué? ¿Adónde?
Luján no respondió.
—Hola… ¡Hola! ¿Primo?,
¿estás ahí?
Supuse que una falla en las
líneas habría interrumpido la comunicación y creí que mis sospechas se
confirmaban cuando, a los pocos segundos, mi teléfono volvió a sonar.
—¿Por qué se quieren llevar
a los Pelotudos? —pregunté.
—No sé. ¿Es una adivinanza?
¿Dónde va la gente cuando llueve? —me preguntó, en tono sarcástico, una voz al
otro lado.
—¿Quién habla? —pregunté.
—Luis Miguel. Tenés que
venir de forma urgente. Tengo novedades respecto al paradero de tu viejo —me
dijo.
—¿De verdad? Buenísimo, pero
ahora estoy ocupado con otras cuestiones. Paso en la semana.
Iba a salir de raje para el
conventillo, pero recordé una frase que, cuando todavía vivía con nosotros, mi
padre repetía incansablemente: “vísteme despacio que estoy apurado”, decía.
Nunca comprendí qué quería decir, pero, por las dudas, me tomé mi tiempo. Me
afeité, me di un baño de inmersión y desayuné. Entonces sí, partí rumbo al
conventillo. Parado en la puerta, me recibió un Luján desencajado.
—¿Por qué no viniste antes?
—me preguntó
—Porque estaba apurado —le
dije— ¿Qué pasó?
—Hoy, bien temprano, vino
Catalina a ver a los Pelotudos y, tras constatar el estado en el que se
encontraban, dijo que no tenía más remedio que llamar a un centro de adicciones
para que los internaran. Pensé que lo decía como una advertencia para que se
asustaran y dejaran de consumir marihuana, pero unos minutos después de su
partida llegaron unos tipos en dos o tres ambulancias y se los llevaron a la
fuerza… A ellos, a sus mujeres, ¡a todos! No me llevaron a mí porque Bicicleta
intercedió en mi favor.
—Una calamidad. Una dolorosa
y verdadera tragedia… —dijo Samuel mientras, fumando de su pipa, salía del
conventillo y se paraba junto a mi primo Luján.
—¿Y a este Pelotudo?
—pregunté— ¿Por qué carajo no se lo llevaron?
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