domingo, 1 de septiembre de 2013

Día 244 - Ladrones de gallinas

Hoy me desperté cantando “Septiembre, amor”, versión de Sandro. Ahora que el día llega a su fin, que estoy de regreso, con la mujer que amo, en la comodidad de mi monoambiente; ahora que, naufragando la calma de un domingo por la noche, repaso los acontecimientos del día de trabajo en la casa del político del barrio privado, ahora reconozco que quizá no fue una buena idea la de poner a prueba mi monólogo ante un público conformado por niños de seis y siete años.
Antes de que cantaran los primeros gallos, ya caracterizado como “Gaby, fofo y milico”, pasé a buscar al mimo por la casa de mi madre y fuimos hasta la casa en la que se celebraría la fiesta de cumpleaños para la que nos habían contratado. Quedaba más lejos de lo que esperaba y hasta tuvimos que parar en una estación de servicio para cargar gas. Luego de pagar, guardé muy bien el ticket, porque se lo presentaría a mi vieja para que me reconociera el gasto dentro de los viáticos.

En la entrada del barrio privado nos pidieron que bajáramos de la furgonetita, nos hicieron una serie de preguntas que se proponían averiguar desde el número de documento hasta la última vez que habíamos comido arroz con leche y revisaron el vehículo de punta a punta. Por fortuna, la adicción de los Pelotudos había hecho que no quedara ni un resto de cannabis en la furgonetita. Mientras uno de los guardias trataba de quitar los asientos para revisar debajo, otro se acercó y me pidió gentilmente que por favor me quitara los almohadones que componían mi disfraz. Con un pequeño cuchillo, los abrió uno por uno para cerciorarse de que no hubiéramos escondido nada adentro. Luego se acercó al mimo y, ofreciéndole un rollo de papel higiénico y una botellita de agua oxigenada, le pidió que se despintara la cara. El mimo quiso conocer el motivo de tamaña exigencia.
—Mire, señor —le dijo el guardia—, acá nos manejamos con un sistema de prevención del que estamos orgullosos y que nunca nos ha fallado. Básicamente, nos guiamos por las apariencias. Si usted tuviera cara de delincuente, no podría entrar. Ese es el motivo por el que no podemos dejarlo ingresar con la cara pintada sin antes saber qué es lo que esconde.
Luego de llamar a los guardias de la otra entrada y, entre los cuatro, analizar en detalle el rostro del mimo y debatir acerca de si tenía o no tenía rasgos de ladrón de gallinas, nos dejaron pasar.
Ya estacionados en el patio de entrada de la casa, tuvimos que volver a producirnos. El mimo se pintó la cara mientras yo rellenaba mi disfraz de almohadones que, tajeados por el guardia de seguridad, no dejaban de perder plumas.
El mimo hizo su rutina durante varias horas. Acrobacias, malabares, mímicas… Agotó su repertorio hasta que, exhausto, me cedió su lugar y se fue al patio a fumar un cigarrillo. Había llegado el momento de poner a prueba el monólogo que había escrito durante el día anterior. Les hablé de la separación de mis padres, de la sensación de culpa que me había invadido, de mi confusión entre Edipo y el hipo y de cómo ver a mi vieja en bolas hizo que me curara de ambos al mismo tiempo.
—Desde el episodio aquel —les dije—, jamás volví a tener hipo… Edipo, al igual que mi papá, se fue de casa para no volver jamás.
Desesperado porque ninguno de los nenes reía, decidí redoblar la apuesta y comencé a contar intimidades escabrosas acerca de mi madre. En un momento, la madre de uno de los amiguitos del cumpleañero se acercó a presenciar el show y, espeluznada por el contenido de mi improvisación, fue a buscar al político que nos había contratado. Traté de tranquilizarlos diciéndoles que era un simple empleado; que solamente seguía un libreto escrito por mi jefe, que estaba fumando afuera; que, si lo consideraban necesario, podían salir y hablarlo con él. No hubo caso. Tuve que salir corriendo de la casa para que no me lincharan. El mimo me vio pasar y, corriendo detrás de mí, subió a la furgonetita. En la carrera, mis almohadones no dejaban de perder plumas y supe que, si me detenía en la puerta, los guardias de seguridad iban a concluir que, efectivamente, éramos ladrones de gallinas. Como si mi furgonetita Volkswagen se hubiera convertido en la furgoneta negra de “Brigada A”, aceleré al máximo y atravesé la entrada arrancando la barrera.

En el camino de regreso decidí que, si el mimo no me preguntaba, no le contaría nada de lo sucedido, e hicimos todo el viaje en el más absoluto de los silencios.

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