Hoy me desperté cantando “Septiembre, amor”, versión de Sandro. Ahora que el día llega a su fin, que estoy de
regreso, con la mujer que amo, en la comodidad de mi monoambiente; ahora que,
naufragando la calma de un domingo por la noche, repaso los acontecimientos del
día de trabajo en la casa del político del barrio privado, ahora reconozco que
quizá no fue una buena idea la de poner a prueba mi monólogo ante un público
conformado por niños de seis y siete años.
Antes de que cantaran los
primeros gallos, ya caracterizado como “Gaby, fofo y milico”, pasé a buscar al
mimo por la casa de mi madre y fuimos hasta la casa en la que se celebraría la
fiesta de cumpleaños para la que nos habían contratado. Quedaba más lejos de lo
que esperaba y hasta tuvimos que parar en una estación de servicio para cargar
gas. Luego de pagar, guardé muy bien el ticket, porque se lo presentaría a mi
vieja para que me reconociera el gasto dentro de los viáticos.
En la entrada del barrio
privado nos pidieron que bajáramos de la furgonetita, nos hicieron una serie de
preguntas que se proponían averiguar desde el número de documento hasta la
última vez que habíamos comido arroz con leche y revisaron el vehículo de punta
a punta. Por fortuna, la adicción de los Pelotudos había hecho que no quedara
ni un resto de cannabis en la furgonetita. Mientras uno de los guardias trataba
de quitar los asientos para revisar debajo, otro se acercó y me pidió
gentilmente que por favor me quitara los almohadones que componían mi disfraz. Con
un pequeño cuchillo, los abrió uno por uno para cerciorarse de que no
hubiéramos escondido nada adentro. Luego se acercó al mimo y, ofreciéndole un
rollo de papel higiénico y una botellita de agua oxigenada, le pidió que se
despintara la cara. El mimo quiso conocer el motivo de tamaña exigencia.
—Mire, señor —le dijo el
guardia—, acá nos manejamos con un sistema de prevención del que estamos
orgullosos y que nunca nos ha fallado. Básicamente, nos guiamos por las
apariencias. Si usted tuviera cara de delincuente, no podría entrar. Ese es el
motivo por el que no podemos dejarlo ingresar con la cara pintada sin antes
saber qué es lo que esconde.
Luego de llamar a los guardias
de la otra entrada y, entre los cuatro, analizar en detalle el rostro del mimo
y debatir acerca de si tenía o no tenía rasgos de ladrón de gallinas, nos
dejaron pasar.
Ya estacionados en el patio
de entrada de la casa, tuvimos que volver a producirnos. El mimo se pintó la
cara mientras yo rellenaba mi disfraz de almohadones que, tajeados por el
guardia de seguridad, no dejaban de perder plumas.
El mimo hizo su rutina
durante varias horas. Acrobacias, malabares, mímicas… Agotó su repertorio hasta
que, exhausto, me cedió su lugar y se fue al patio a fumar un cigarrillo. Había
llegado el momento de poner a prueba el monólogo que había escrito durante el
día anterior. Les hablé de la separación de mis padres, de la sensación de
culpa que me había invadido, de mi confusión entre Edipo y el hipo y de cómo
ver a mi vieja en bolas hizo que me curara de ambos al mismo tiempo.
—Desde el episodio aquel —les
dije—, jamás volví a tener hipo… Edipo, al igual que mi papá, se fue de casa
para no volver jamás.
Desesperado porque ninguno
de los nenes reía, decidí redoblar la apuesta y comencé a contar intimidades
escabrosas acerca de mi madre. En un momento, la madre de uno de los amiguitos
del cumpleañero se acercó a presenciar el show y, espeluznada por el contenido
de mi improvisación, fue a buscar al político que nos había contratado. Traté de
tranquilizarlos diciéndoles que era un simple empleado; que solamente seguía un
libreto escrito por mi jefe, que estaba fumando afuera; que, si lo consideraban
necesario, podían salir y hablarlo con él. No hubo caso. Tuve que salir
corriendo de la casa para que no me lincharan. El mimo me vio pasar y,
corriendo detrás de mí, subió a la furgonetita. En la carrera, mis almohadones
no dejaban de perder plumas y supe que, si me detenía en la puerta, los
guardias de seguridad iban a concluir que, efectivamente, éramos ladrones de
gallinas. Como si mi furgonetita Volkswagen se hubiera convertido en la
furgoneta negra de “Brigada A”, aceleré al máximo y atravesé la entrada arrancando
la barrera.
En el camino de regreso
decidí que, si el mimo no me preguntaba, no le contaría nada de lo sucedido, e
hicimos todo el viaje en el más absoluto de los silencios.
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