sábado, 17 de agosto de 2013

Día 229 - Al otro lado del río

Hoy me desperté cantando “Me gusta el mar”, de Palito Ortega. En realidad, fue Vicky la que me despertó a eso de las siete de la mañana para que armara mi bolso, porque nuestro barco partía a las diez de la mañana y no quería que llegáramos tarde. Me bañé, me vestí y, en una mochila pequeña, guardé dos remeras, dos calzoncillos y dos pares de medias. Con eso bastaría, pensé, porque, al fin y al cabo, estaríamos nada más que tres días. Vicky, que me observaba en silencio, espero a que terminara de deslizar el último cierre para presentar sus objeciones.
—¿Por qué no llevás las zapatillas marrones? —me preguntó.
—¿Para qué? Si con las que tengo puestas me alcanza.
—Por si salimos a comer a un lugar elegante. No podés ir con esas.

—Bueno, me saco estas y me pongo las otras.
—¡No! Esas déjatelas puestas, así no ensuciás las otras, que tienen que estar limpias para salir a comer. Y, ya que estás, cargá la remerita rayada… ¡Y un pantalón de vestir! También podés llevar esa bufanda… ¡No, no, el cuellito no! La bufanda marrón y blanca. ¡Esa! Y llevá el perfume, no te olvides del champú, el desodorante y el cepillo de dientes, y cargá una malla, no te olvides de que el hotel tiene pileta, y unas ojotas, porque si no se te pegan los hongos, y cargá unos anteojos de sol, algo para entretenernos, qué se yo, unas cartas o el Pictionary… ¿A tu mamá la llamaste? ¿Le avisaste que no vas a estar en todo el fin de semana? ¿Qué clase de hijo sos?
Iba a contestarle que soy la clase de hijo que una madre de la clase de la mía se merece, pero, antes de seguir escuchando sus indicaciones, preferí oír los reproches de mi vieja. No sirvió de nada, porque ni bien le conté que me iba de viaje, mi vieja retomó el discurso de Vicky justo donde ésta lo había abandonado.
—¿Llevás protector solar? —me dijo— ¡Mirá que en Uruguay el sol pega más fuerte, eh! Pero igual llevate una campera porque a la noche refresca, y si vas a comer pescado, hacelo en un lugar en el que la cocina esté a la vista…
Tras noventa y tres minutos de un soliloquio insoportable, le dije que tenía que cortar porque estaba a punto de subir al barco. No llegamos a sentarnos, que Vicky quiso salir a cubierta. A mí la idea mucho no me gustó —los barcos me marean—, pero no me quedó más remedio que seguirla. Por suerte el viaje no fue demasiado largo. Fueron sesenta y cinco minutos de un vómito ininterrumpido. Algún día podré contarles a mis nietos que, de algún modo, yo ayudé a llenar este inmenso río.
Cuando bajamos, sentía que la tierra se movía. En el hotel me explicaron que era una sensación común, que tratara de relajarme, que ya se me pasaría. Fuimos hasta nuestra habitación y me recosté. Vicky, que me ama incondicionalmente, permaneció junto a mí durante doce minutos, tras los cuales se fue a hacer uso del spa del hotel. Volvió y, aunque estaba un poquito mejor, le dije que, para recuperarme del todo, iba a quedarme acostado hasta el día siguiente. Se bañó y se fue a cenar.

Mañana, estoy seguro, comenzaré a disfrutar de nuestras primeras vacaciones juntos. Sólo espero que allá, al otro lado del río, los Pelotudos no le estén dando demasiados problemas a mi primo.

2 comentarios:

  1. Sí, los barcos son un espanto. A mí pasó algo parecido de chico, cuando mi viejo no tuvo mejor idea que llevarme una de esas lanchas de excursión que salían del puerto de Mar del Plata. Vomité de lo lindo, y temía que me persiguieran tiburones. Desde entonces, odio los barcos con todo mi corazón.

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    1. Te entiendo perfectamente, Fernando. No sé si no preferiría haber viajado en avión.
      Saludos!

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