Hoy me desperté cantando “Camas vacías”, de Joaquín Sabina. Lejos de estar vacía, mi cama era ocupada por Vicky
y yo. Gracias a ella y a su brillante idea de albergar a las mujeres de los
Pelotudos en nuestro Centro de Contención y Reinserción, debía resolver el
problema que representaba la falta de lugar para tantas personas. En total,
eran cuatro Pelotudos los que dormían en el Centro: Pascual, Baldomero, Nando y
Samuel. A ellos se sumaban, alternativamente, el mimo y mi primo Luján, de
Luján. Si íbamos a recibir a las mujeres de tres de los cuatro Pelotudos,
debíamos encontrar la manera de optimizar el espacio o, en su defecto, pedirle
a Héctor “Bicicleta” Perales que nos cediera otra habitación. Preferí
concentrarme en la primera alternativa y dejar la segunda como último recurso.
Bicicleta es uno de esos tipos a los que uno no quiere deberles un favor.
Para poder pensar con
claridad, salí a caminar por las calles del barrio sin prestarle atención al
paisaje urbano, procurando hallar una solución. Pero, por más vueltas que le
diera al asunto, el espacio disponible iba a seguir siendo el mismo que apenas
alcanzaba para, a duras penas, distribuir siete camas de una plaza. ¿Cómo
íbamos a hacer para que cupieran ocho personas, entre las que, condicionando la
disposición, había no una ni dos sino tres parejas.
Tras varios minutos de
férrea concentración durante los cuales mi mente sufrió un agotamiento que no
experimentaba desde que vimos logaritmos en la secundaria, me dejé llevar por
mi imaginación. Desde algún punto de mi subconsciente, emergieron las figuras
de mi padre, mi madre y el mimo. Los vi a los tres en sus versiones actuales —en
el caso de mi padre, a quien no veo hace mucho, me representé la que imagino como
su versión actual—, viviendo todos juntos bajo el mismo techo. De repente, me
había convertido en un personaje más de ese mundo imaginado y me acercaba a mi
padre para preguntarle cuál había sido el motivo de su partida, pero no me
respondía porque, al igual que el otro tarambana, tenía la cara pintada y
guardaba el silencio propio de un mimo auténtico.
—Decime, aunque sea, por qué
viven los tres juntos —le decía.
Mi padre no respondía.
Entonces me acercaba al mimo y formulaba la misma pregunta. El mimo tampoco
respondía.
—No te gastes —me decía mi
vieja, hablando y sonriendo como si fuera la protagonista de una publicidad—.
Por más que insistas, no van a responderte. ¿Querés saber cuál es el secreto
para que seamos felices viviendo en poligamia?
—Sí —le dije, no del todo
convencido.
—¡Cuchetas matrimoniales! Ideales para el adúltero fiel —dijo
de un modo enfático mientras señalaba en dirección al dormitorio, donde, a través del vano de la puerta, pude ver dos camas de tamaño matrimonial apiladas una sobre la otra.
¡Cuchetas matrimoniales! Esa
desgracia de pesadilla que acababa de sufrir me había dado la solución para ubicar a las tres
parejas en el espacio reducido del que disponíamos. Sin demorarme, lo llamé a mi
primo Luján, de Luján, y le di las indicaciones pertinentes para que comprara
los materiales y fabricara las camas. En menos de cuatro horas las tenía listas.
Genial!
ResponderEliminarMuchas gracias, Anó.
EliminarSaludos!
Don Natalio, sugiero que te asegures que la cama matrimonial que va arriba tenga una especie de "X" que sostenga la estructura por el centro. No me gustaría ver a los pelotudos de abajo aplastados por los pelotudos de arriba. Eso ya lo vemos todos los días en nuestra sociedad.
ResponderEliminar¡Salud!
Agradezco tu sugerencia, Fernando. Imagino que mi primo Luján, de Luján, se habrá encargado de reforzar las estructuras. De todos modos, para estar prevenido, le hice firmar un papel en el que se hacía responsable de todo accidente originado por cualquier tipo de falla en la construcción.
EliminarSaldudos!