Hoy me desperté cantando “Paren de venir”, de The Sacados. Vicky estaba acostada delante de mí, mostrándome la
espalda, pero acurrucada contra mi cuerpo. Terminé de cantar, le di un beso en
la espalda y me levanté. En mi teléfono celular, había dieciséis llamadas
perdidas de mi primo Luján, de Luján. La primera había sido hecha a las siete y
cuarto de la mañana y la última, diez minutos atrás, a las ocho menos cinco.
¿Qué habría pasado? ¿Cuál sería el motivo para que me hubiera llamado tantas
veces en un lapso de cuarenta minutos? Lo llamé, pero me atendió el
contestador, por lo que, sin dudarlo, busqué las llaves de la furgonetita y le
pedí a Vicky que me acompañara hasta el conventillo.
Estacioné en la puerta y,
contrario a lo que sucedía antes de la inauguración, los secuaces de Héctor “Bicicleta”
Perales nos recibieron con el cariño con el que se recibe a los familiares
cuando no se los ha visto durante un largo tiempo. Subimos a la planta más
alta, donde se encontraba la habitación que habíamos convertido en el flamante
Centro de Contención y Reinserción para Gente con Problemas Pelotudos. Allí, en
la puerta de la pequeña cocina que él había instalado, Luján hablaba con
Pascual. Por sus ademanes, el tono de su voz y los nervios que evidenciaban sus
maneras, cualquier observador circunstancial habría concluido que estaban
discutiendo. Sin embargo, aunque los dichos de mi primo manifestaran cierta
discordia, Pascual no hacía más que darle la razón y repetirle una y otra vez
cuán maravillosos eran sus razonamientos.
—¿Por qué discuten? —les
preguntó Vicky.
—Porque vino su mujer a
visitarlo y se niega a recibirla —respondió Luján.
—¿Por qué no querés verla? —le
pregunté a Pascual.
—Porque es un ser
maravilloso —me dijo.
Creí haber detectado cierta
ironía en su comentario. Finalmente, tras una charla que se prolongó durante
más de dos horas, logramos convencerlo de que nos permitiera hacerla pasar.
Nando y Baldomero estaban sentados cada uno sobre una de las siete camas de una
plaza que habíamos distribuido en la habitación. Lucían tristes y no era para
menos. Un compañero de alcoba había recibido visita de su familia y ellos
estaban solos. Le pedí a Vicky que hablara con ellos, que les preguntara si
tenían pareja y que, en caso afirmativo, tratara de conseguir un teléfono al
cual pudiéramos llamarlas para avisarles que ellos estaban ahí y que podían
venir cuando quisieran. La respuesta fue afirmativa: ambos estaban casados.
No había transcurrido una
hora desde nuestro llamado cuando, preocupadas porque hacía tiempo que no tenían
noticias de sus maridos, las mujeres de Baldomero y Nando golpearon a la puerta
del CCRGPP. Antes de saludarla, Baldomero ayudó a la suya a quitarse la
campera. Vicky se acercó a mi oído y me dijo que aprendiera de un caballero,
pero, a decir verdad, no era la caballerosidad lo que había movido a nuestro
amigo, sino que su Problema Pelotudo, que consistía en dar preponderancia a la
capa más superficial de cualquier cosa o asunto, hacía que estuviera más
pendiente de una simple campera que de su compañera de vida.
Cerca del anochecer, luego
de un largo día de charlas interminables y eternas rondas de mate, Vicky tuvo
la mala idea de pronunciar una buena idea en voz alta.
—¿Y si se quedan a vivir acá
con sus maridos? —dijo a las mujeres—. Sería muy bueno que ustedes los
acompañaran en la rehabilitación de sus Problemas Pelotudos, porque, en
definitiva, será con ustedes con quienes van a ir a vivir ni bien reciban el alta.
—¡Qué idea más brillante! —exclamó
Pascual.
¿Por qué, siempre que
hablaba, me daba la impresión de que sus dichos comportaban una gran carga de
ironía? De todos modos, su comentario era cierto: la idea de Vicky era brillante.
Las tres mujeres estuvieron de acuerdo. El problema radica en que, salvo que se
nos ocurra algún invento, no tendremos
lugar para alojarlas a todas. Para ganar algo de tiempo, les sugerí que fueran
a sus casas, armaran sus valijas y regresaran al día siguiente.
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