Hoy me desperté cantando “El sátiro de la mala leche”, de La Renga. Al oírme cantar, el oficial Gonzalez,
que vigilaba la puerta del monoambiente a la espera de la citación para
llevarme a declarar, golpeó la puerta con insistencia preguntando qué era lo
que estaba sucediendo. Los golpes despertaron a Vicky, que, algo adormecida,
parecía haber recuperado el conocimiento.
—¿Qué es todo ese ruido? ¿Quién
golpea? ¿Qué está pasando? —preguntó.
Mientras tanto, el oficial
me pedía que le abriera la puerta.
—¡Señor Gris! —decía— ¡Abandone
la unidad de inmediato! ¡Deberá acompañarme!
Vicky me miró con
incredulidad. Yo cantaba y zapateaba, como un nene al que las ganas de ir al
baño lo desbordan, ansioso por terminar y explicarle todo lo que había sucedido
en las últimas horas para que aclarara el malentendido y me quitara de encima a
Gonzalez y a toda la maldita policía.
—¡Señor Gris! —gritó
Gonzalez— ¡No me obligue a tirar la puerta abajo! ¡No se aproxime al femenino! ¡No
haga locuras! ¡Ábrame la puerta!
Necesitaba ganar tiempo para
explicarle a Vicky. La desesperación me llevó a arrodillarme sobre la parte
inferior de la cama marinera, a un costado de ella, y tomándola por los hombros
comencé a sacudirla mientras concluía la canción. Todavía aturdida por los
vestigios de los calmantes, Vicky me miraba sin dar crédito a lo que estaba
sucediendo. Cuando iba a comenzar con mi exposición, el oficial Gonzalez abrió
la puerta con un plástico o una tarjeta de crédito, me esposó y me llevó
consigo. Lejos de preocuparse, Vicky giró su cuerpo hacia la pared y volvió a
dormirse. Supongo que habrá creído que aquello era parte de un sueño o producto
de su imaginación.
Como era consciente de que,
probablemente, no se me presentaría otra ocasión a lo largo de mi vida, le pedí
a Gonzalez que me sacara del edificio cubriéndome la cabeza con mi propia
campera. En la vereda, el oficial que manejaba el patrullero que nos llevaría a
la comisaria me tomó una foto de la cual, según me dijeron en el camino, podría
comprar la cantidad de copias que quisiera a razón de veinte pesos la unidad.
En la recepción de la
comisaría hicieron que dejara todas mis pertenencias, incluyendo mi billetera,
mi teléfono, mi cinturón y los cordones de mis zapatillas. Después me
escoltaron hasta la puerta de un calabozo, me quitaron las esposas y me
hicieron entrar. Lo más probable es que pase la noche acá adentro, porque
recién podrán interrogarme mañana por la mañana. No me quejo. Por solo cinco
pesos me cambiaron la comida insulsa que dan a todos los detenidos por un menú gourmet,
por veinte pesos más me garantizaron la exclusividad de la celda, por dos pesos
me entregaron una frazada extra, por diez pesos más encendieron la calefacción
y por quince pesos me alcanzaron una notebook para que accediera a internet.
Lamentablemente, no tengo la
dirección de mail de mi primo Luján, de Luján; tampoco la de Samuel ni la del
mimo ni la de Arnoldo, por lo que no me quedó más remedio que enviarle a Vicky
un mail en el que la ponía al tanto de la situación y le pedía que viniera a
aclarar este malentendido. Ahora solo resta esperar y rogar que lo vea pronto.
¡Don Natalio! ¡Qué macana! Averiguá en comisaría estás, y haré desde acá campaña para buscar testigos que digan que no golpeaste a Vicky y que serías incapaz de hacerlo.
ResponderEliminarMuchas gracias, Fernando. Lamentablemente, por esa pavada de pedir que me cubrieran la cabeza con una campera, no vi adónde me trajeron. Trataré de averiguar.
EliminarSaludos!