Hoy me desperté cantando “No
quiero estar acá”, de Los Ratones Paranoicos. Para el desayuno, descongelé el
último táper que nos había dejado mi primo Luján, de Luján. “Canelones de
ricota y pollo con salsa boloñesa” decía el papel. “Seis minutos en el
microondas”. Mientras comíamos, le comuniqué a Samuel que habíamos consumido
toda la comida que nos había dejado Luján y que lo mejor sería organizarnos…
armar un cronograma para repartirnos los distintos quehaceres.
—Lo extraño a Luján —me dijo—.
No es lo mismo desde que se fue.
—Sí, yo también lo extraño,
pero no se fue del país, está a unos minutos de distancia y, sin embargo, no lo
fuiste a visitar ni una sola vez.
—Es que a mí no me gustan
las medias tintas —se justificó—. O todo o nada. O no lo visito nunca o me voy
a vivir allá.
—Así lo único que ganás es
no ver a una persona con la que tenés una muy buena relación.
—¡Sabés que tenés razón! —me
dijo— Me convenciste. Me voy a vivir con Luján al conventillo.
¿En qué momento le había
dado yo semejante consejo? No hacía falta ser un genio para descubrirlo: este
turro quería irse para evitar tener que hacerse cargo de algunas tareas del
hogar. Mejor así. No me importaba quedarme solo, menos si la partida de Samuel
iba a permitirme recibir información acerca de la preparación de La Mole Moni.
Tras armar el bolso, Samuel
se detuvo frente a mí y me preguntó si lo llevaba. Era el colmo. ¿Encima que
abandonaba el barco con la ruindad de los cobardes, pretendía que lo llevara
hasta el conventillo?
—¡Dale! —me dijo— Esto fue
idea tuya. Es lo menos que debés hacer.
Estuve a punto de mandarlo a
la mierda, pero concluí que llevarlo me daría la excusa perfecta para
preguntarle a Luján si había detectado algún movimiento extraño en la rutina del
mimo. Llegamos al conventillo y, como sucede desde que acordamos la revancha,
no nos permitieron ingresar por no contar con la autorización del encargado.
Mientras aguardábamos a que alguno de los hombres apostados frente a la puerta
se dignara a llamar a Héctor “Bicicleta” Perales, Luján bajó las escaleras. La
alegría que lo invadió cuando vio que Samuel llevaba un bolso consigo fue tan
grande que me recordó el momento en el cual, durante mis cumpleaños de
infancia, veía llegar al primer invitado. Después de abrazarlo, se acercó al
que actuaba como si fuera el jefe de la seguridad del conventillo y le dijo
algo al oído.
—¡Usted! —dijo el hombre y
esperó a que Samuel lo mirara— Puede pasar.
Samuel ingresó al
conventillo y subió las escaleras. Luján subió detrás sin darme tiempo a preguntarle
nada en relación al mimo y a mi vieja. No importa. Será cuestión de tiempo para
que comiencen a sentir culpa por haberme dejado solo en el monoambiente. Entonces
sí, me dirán todo lo que les pregunte. Además, yo tampoco tenía mucho tiempo
para quedarme a dialogar. Faltaban dos días para el pesaje, tres para la pelea,
y estaba llegando tarde al entrenamiento. Por fortuna, Arnoldo se había
adelantado a mi llegada y había comenzado con los ejercicios de elongación.
Por cuestiones de
confidencialidad, no puedo revelar detalles que permitan inferir la estrategia que
adoptaremos durante la pelea. Sólo diré que Vicky está boxeando muy bien y que,
si bien ganó tres o cuatro kilitos, su condición física mejora día a día.
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