Hoy me desperté cantando “Miércoles”,
de Panda. Aunque no sea valiosa la contribución que está haciendo, me alegra
que, en lugar de fastidiarme, el dj en mi cabeza esté intentando prestar un
servicio a través de las canciones que elige para que cante. Al menos ahora no
tengo la necesidad de ponerme a pensar qué día es el que estamos viviendo. Son
veinte minutos diarios que puedo dedicar a otra cosa. Esta mañana, por ejemplo,
los aproveché para desayunar tranquilo. Me tomé mi tiempo para untar manteca en
las tostadas y tomé el té con absoluta calma.
Al parecer, a Samuel y a mi
primo Luján, de Luján, los ponía nerviosos mi parsimonia. Por algún motivo,
estaban impacientes. No había terminado de revolver mi té y ellos ya estaban
parados junto a la puerta y con sus camperas puestas.
—¿Qué pasa? ¿Adónde van? ¿Qué
esperan? ¿Por qué tienen tanta prisa? —les pregunté.
—¡El mimo! —dijo Samuel.
—¿No te acordás? —me
preguntó Luján— ¡Vamos a ir a visitarlo para conseguir cannabis a buen precio.
¿Por qué estaban tan
apurados estos turros? ¿Realmente tendrían tantas ganas de ver al mimo o sería
que habían estado fumándose el cannabis de “El Pasea Porros” y estaban desesperados
por ir a comprar? Esta última hipótesis explicaría el cuchicheo, las risitas y las
miradas cómplices que intercambian permanentemente. Por miedo a que la abstinencia
los pusiera violentos, tomé una tostada con cada mano y fuimos a buscar al
mimo.
A medida que nos
aproximábamos al barrio del conventillo, el rostro de Luján iba transformándose
y sus gestos se mudaban de la ansiedad a una ilusión cargada de nostalgia. Para
disimular (porque quería que supieran que el mimo estaba viviendo en el
conventillo, pero prefería que pensaran que lo habían deducido por sus propios
medios), estacioné a dos cuadras y les pedí que esperaran mientras iba a buscar
a nuestro amigo.
—¿Acá es la pensión? —me preguntó Luján.
—Sí, acá a dos cuadras —le dije.
En la puerta del conventillo, el hombre de la última
vez me detuvo.
—Disculpe, señor, pero no puede ingresar al recinto
sin autorización del encargado —me dijo.
—No hay problema. Vine a buscar al mimo. ¿Le dice que
lo estoy esperando?
—¡Jairo, Braian, suban y díganle al cara pintada que
el boludo de la escaladora vino a buscarlo! —gritó con la cabeza ladeada en
dirección al interior de la casa—. Aguarde un momentito que en seguida viene —me
dijo.
A los dos minutos el mimo apareció en la puerta y
levantó las cejas como preguntándome que estaba haciendo ahí. En lugar de
explicarle, hice un gesto para que me siguiera y regresé a la furgonetita.
Cuando doblamos en la esquina, Samuel y Luján, que habían bajado del vehículo y
esperaban, impacientes, sobre la vereda, corrieron hacia nosotros y, como en
las películas de Hollywood, se fundieron con el mimo en un abrazo. En la
furgonetita, los tres quisieron sentarse en la parte trasera. En el camino
rumbo a la casa del vendedor de cannabis vi en las profundidades del espejo
retrovisor cómo gesticulaban con gran entusiasmo. Me cuesta comprender el lenguaje de señas, pero me dio la impresión de que Samuel no gesticulaba palabras que contuvieran la letra "p".
Compramos cannabis como para el campeonato del mundo.
Si estos turros no se lo fuman, tenemos recursos suficientes para lo que queda
del año. En cuanto a mi Plan Maestro, creo que Luján se dio cuenta de que el
mimo está viviendo en el conventillo. El poroto ya fue puesto en el frasco. Ahora,
sólo resta esperar a que germine.
La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida, saludos
ResponderEliminarNo lo sé, Anó. A mí, por ahora, solamente disgustos.
EliminarSaludos!
Don Natalio, si lo que parece que hacen Samuel y Luján es cierto, además del poroto, te va a convenir poner semillas de cannabis a germinar.
ResponderEliminar¡Salud!
No es mala idea, Fernando, no es mala idea.
EliminarSaludos!