Hoy me
desperté cantando “Té para tres”, de Soda Stereo. No sé si la canción lo habrá
inspirado o si fue algo fortuito, pero mi primo Luján, de Luján, nos deleitó
con una gran variedad de tés en hebras para el desayuno. Había un clima
especial. Comíamos en silencio. Entre sorbo y sorbo, Samuel y Luján
intercambiaban miradas, que no fui capaz de descifrar, por encima del borde de
las tazas, y reían, a cada rato reían, como si fueran dos purretes que acababan
de hacer una travesura. No sé qué es lo que les sucede. Se la pasan
cuchicheando y comportándose como dos marmotas. ¿Estarían tramando algo? No
tenía tiempo para averiguarlo. Necesitaba tener una charla con Vicky para
convencerla de suspender la pelea.
Estacioné la
furgonetita frente a su casa y toqué timbre. Me atendió el padre, un poco
enojado porque lo hubiera molestado
durante la mañana de un sábado, pero ansioso por presumirme, una vez más, su
tasa de mejor padre del mundo.
—¿Está Vicky? —le
pregunté.
—Buen día —me
dijo, hablándome con el mismo tono con el que lo hacía mi maestra de primer
grado cada vez que me hacía una corrección.
—Buen día —le
dije—. ¿Está Vicky?
—No. Salió
hace unos minutos. Me dijo que te avisara que fueras directo, que ella se iba
corriendo.
¿Corriendo?
Todo parece indicar que Vicky está obsesionada con su forma física. Ahora,
tendría que consultarlo con Arnoldo, pero dudo que el exceso de ejercitación
sea algo positivo en esta etapa de su entrenamiento.
El mismo tipo
que me había recriminado el no haberlo saludado, cerró la puerta sin
despedirse. Subí a la furgonetita y arranqué rumbo al gimnasio. A las siete
cuadras, la encontré a Vicky. Estaba reclinada hacia delante, con las manos
posadas en las rodillas, sumamente agitada.
—Vení, subí
que te llevo —le dije.
Pretendía
oponerse y quiso decirme algo, pero la agitación que le impedía hablar hizo que
recapacitara y entendiera que no estaba en condiciones de correr hasta el
gimnasio. En el camino, hice un comentario pretendidamente casual respecto al
tamaño de “La Mole Moni”.
—Cuanto más
grande sea, más ruido va a hacer al caer —me dijo—. Ya le gané una vez y puedo
volver a vencerla.
—Sí, de eso no
tengo dudas, pero olvidamos incluir en el contrato una cláusula relativa al
consumo de sustancias prohibidas y tengo la impresión de que ha estado
consumiendo algo para volverse más fuerte y más grande.
—Que tome lo
que quiera. No me importa. Igual le voy a ganar.
—Vicky… —le
dije, instándola a recapacitar.
—Mirá,
Natalio, si lo que te proponés es persuadirme para suspender la pelea, no te
gastes. Si cada vez que se aproxime un combate vas a dejar que tus
inseguridades se apoderen de vos, lo mejor va a ser que no seas mi entrenador.
Yo necesito que las personas que trabajen conmigo me transmitan confianza, como
hace Arnoldo.
Uffff. La
comparación con Arnoldo fue un golpe bajo del que me costará reponerme. Para
colmo, luego me pasé el día entero viendo cómo entrenaban, sin tener ningún
tipo de participación, pensando que si la pelea iba a desarrollarse de todas
formas, tendría que encontrar la manera de neutralizar las ventajas ostensibles
que, dadas las condiciones actuales, favorecerían a nuestros adversarios.
Don Natalio, yo estoy incondicionalmente con vos en esta lucha por desactivar la crisis de los 30.
ResponderEliminarPero en este caso, Vicky tiene razón. Tenés que inspirarle confianza.
Sí, lo sé, Fernando, pero los celos me nublan el juicio y me es muy difícil pensar con claridad y actuar en consecuencia.
EliminarSaludos!
Natalio, tendrías que ver un buen terapeuta, te va ayudar a desactivar la paranoia,con todo respeto, saludos
ResponderEliminarNo sé, Anó. ¿Y qué pasa si el terapeuta que visito es parte de la conspiración de Amoroso, o conoce a Bicicleta y me usa para obtener información respecto al entrenamiento de Vicky? No, no me parece buena idea.
EliminarSaludos!