Hoy me desperté cantando “El novio del olvido”, de Andrés Calamaro. Durante el desayuno mis convivientes no hicieron más que recordar anécdotas protagonizadas por Arnoldo Jorge Negri, también conocido como “el Gigante Musculoso”, durante la excursión que hicieron en la noche del sábado, en la que él me había reemplazado como conductor.
—¡A mí me gustó cuando los masoquistas vieron que era muy musculoso y vinieron a pedirle que les diera nalgadas! —dijo Luján, a quien nunca había oído hablar con tanta pasión acerca de nada.
—Yo me divertí mucho cuando ese tachero con el que casi chocamos se confió a causa de su voz finita y lo invitó a bajar de la furgonetita y a arreglar las cosas como machos. ¡Qué susto se llevó cuando lo vio bajar! ¡Volvió a subirse al tacho y salió rechinando las ruedas! —dijo Samuel.
El mimo participaba de la conversación con mucho entusiasmo, haciendo gestos y señas a toda velocidad. Dos o tres veces intenté cambiar de tema mediante algún comentario referido a algún acontecimiento relevante y actual, pero no había manera. En el mejor de los casos, mis convivientes guardaban silencio hasta que yo terminara de hablar y retomaban su charla justo donde yo la había interrumpido. No pude tolerarlo. Me puse de pie y caminé lentamente hasta la puerta. Tenía la ilusión de que alguno de ellos me preguntara adónde estaba yendo, pero no fue así. Mientras esperaba el ascensor, noté que estaba algo desabrigado. Volví a entrar. Los tres seguían interactuando como si no me hubiera ido o, lo que era peor, como si nunca hubiera existido. Lamentándome y suspirando de forma ostensible, atravesé el monoambiente, busqué la campera y volví a salir. Nadie se percató de mí. Volví a ingresar dos veces más para buscar los guantes y una bufanda. La última vez pasé frente a ellos tomándome la pierna, renqueando e insultando a Dios por el dolor que estaba simulando padecer. Ninguno de ellos me preguntó qué me pasaba, o si necesitaba ayuda para llegar hasta la puerta y desaparecer de sus vidas para siempre.
Ahora estoy echado en la parte trasera de la furgonetita, estacionado en la esquina adornada por el más grande de los afiches de Daniel Amoroso que hay en la ciudad. No sé si hice bien en llevarme el vehículo. Ya veré cómo hago para pagarles sus partes a Vicky y a Samuel. A través de una de las ventanillas veo el rostro del Amoroso, pero no me transmite la tranquilidad que solía transmitirme allá en el monoambiente. Estuve pensando que, antes de marcharme, debo despedirme de Vicky, darle un cierre a esa historia, pero no creo estar preparado para hacerlo cara a cara. Voy a escribirle una carta. Afuera, cuatro o cinco Pelotudos combaten el frío sentados en torno a un fuego que alimentan con restos de afiches que no contienen la cara del Amoroso. No tengo mucho sueño. Probablemente salga a conversar con ellos.
Natalio, no le escribas, tenés que ver a Vicky, por lo menos es lo que yo creo, las cosas se dicen mirándose a los ojos, máxime si son importantes, saludos
ResponderEliminarLo voy a pensar, Anó, pero no te prometo nada. No creo estar en condiciones de mirarla a los ojos sabiendo que es la última vez que lo haría.
EliminarSaludos!
Sigo pensando que es un momento que ya va a pasar. Pero claro, lo difícil de todas las situaciones es el "mientras tanto". Yo creo que tenés que volver al monoambiente y darte una panzada de Amoroso.
ResponderEliminarNo puedo volver al monoambiente, Fernando. Ya no hay vuelta atrás.
EliminarSaludos!