martes, 30 de abril de 2013

Día 120 - La exPlosión de Samuel


Hoy me desperté cantando “Nuestro amo juega al esclavo”, de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota. Siguiendo la indicación del médico, que me había recomendado reposo por veinticuatro horas, me quedé recostado y esperé hasta que mis convivientes despertaran para pedirles que me acercaran el desayuno a la cama. Fue Samuel quien cargó hasta mi cama la bandeja con el té y el pan casero que había preparado Luján. Cuando terminé, les pedí que vinieran a retirarme la bandeja. Nuevamente, fue Samuel quien acudió para asistirme.
—Muchas gracias, Samuel. Sos amoroso —le dije—. Ya que estás acá, ¿no me ayudás a llegar hasta el baño?
—Sí, cómo no —me dijo el muy amoroso.

Al ponerme de pie, sentí una pequeña molestia a la altura de la frente, sobre el ojo derecho, que fue intensificándose hasta convertirse en un dolor de cabeza insoportable. Supuse que sería una consecuencia del ataque que me había provocado la película de Nicolas Cage. Además, no había dormido bien, porque la imagen de ese rostro familiar que aún no logro identificar se había apoderado de mis sueños. Desde mi última visita al Lugar Especial no puedo cerrar los ojos sin que se dibuje en mis pensamientos.
Salí del baño y le pedí a Samuel que me ayudara a llegar hasta la cama. Crucé el brazo por detrás de su cuello y me tomé de su hombro para que me cargara. Me sentía débil; casi no podía afirmar las piernas sobre el suelo. Llegamos a la cama y le pedí si, por favor, no me traía una frazada, porque tenía mucho frío. La trajo y le pedí que, si no era molestia, fuera hasta la farmacia y me comprara algún analgésico fuerte. Regresó a los pocos minutos, con el medicamento, pero sin una bebida para que lo tomara. Con suma educación, le marqué la omisión. Fue hasta la cocina y me trajo un vaso con agua.
—¿Sabés qué? —le dije— No quiero abusar de tu amorosidad, pero siempre tuve dificultad para tragar pastillas y lo único que me permite pasarlas es el gas. ¿No irías a comprarme una gaseosa?
—Sí, cómo no —me dijo. Sus gestos reflejaban un marcado fastidio.
Cuando volvió le pedí que fuera a comprarme un chocolate o alguna cosa dulce que me ayudara a quitarme el sabor amargo que me había dejado la pastilla.
—Acabo de ir al kiosco —me dijo—. Me hubieses dicho antes.
Sin darme tiempo a explicarle que no me había dado cuenta, salió del monoambiente dando un fuerte portazo. Regresó con una bolsa gigante, en la que había caramelos, chocolates, chicles, chupetines, un foco de 60 watts, un rollo de papel higiénico, un sobrecito de shampoo y otro de crema de enjuague, un alicate, dos revistas y una caja de preservativos. Supongo que habría comprado todo eso para anticiparse a futuros pedidos.
—¡Muchas gracias, Samuel! ¡Qué amoroso! —le dije—. Ya que estás, ¿no buscás dos o tres almohadones para levantarme las piernas?
—¡Pero pelotudo!
—¡Samuel! ¡Dijiste dos palabras con “p”! ¡Estás curado!
—¿Podés parar pedir pavadas, paspado pijicorto? —me dijo, enfurecido.
—¡Pero Samuel, ¿qué te pasa? ¿por qué estás tan enojado? —le pregunté.
—¡Capaz por pelotudo pidiendo pelotudeces!
Ufff. Mañana, primero de mayo, tendremos nuestra primera excursión, y ahora resulta que el Problema Pelotudo de nuestro guía se invirtió. Pasó de no poder pronunciar palabras que contuvieran la letra “p” a sólo pronunciar palabras que contengan esa letra. Tengo que llamarla a Vicky para reunirnos de manera urgente, porque el recorrido fue diseñado excluyendo destinos que pusieran en evidencia el problema de Samuel. Inevitablemente, tendremos que programar un nuevo recorrido.

2 comentarios:

  1. Próximamente pasaremos por problemas parecidos. Pero paremos para pensar: ¿podemos permitir presiones perniciosas?

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